Page 178 - La vida secreta de Rebecca Paradise
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Y por fin, después de otros cuantos cientos de pasillos y unos pocos miles de
escaleras, alcancé a ver la luz del sol. La primera fase de la operación estaba
terminada.
La segunda fase era más sencilla, y consistía sencillamente en localizar el Saint
Patrick. Eché un vistazo de reconocimiento. Me encontraba en un barrio mucho
más cuidado que el mío, con plazas que no habían perdido sus árboles,
columpios que no habían perdido sus tornillos y farolas que no habían perdido
sus bombillas. Por la calle caminaban ancianas enfundadas en abrigos de piel
paseando a sus perritos envueltos en abrigos de cuadros. A mí no me engañaban:
¡agentes enemigas!
Por suerte, localizar un colegio suele ser mucho más sencillo que encontrar una
oficina de correos o un restaurante chino. Uno tiene que tener un olfato
extraordinario para seguir el delicioso rastro del arroz tres delicias. Pero el
griterío que producen doscientos niños salvajes cuando salen al recreo suele
oírse desde lejos. A veces, desde demasiado lejos.
Caminé orientada por el ruido confuso de los chillidos y las risas hasta que
empecé a distinguir frases como «¡el último la lleva!» y «¡yo no me quedo otra
vez de portera!». Debía de estar muy cerca. Por fin, al volver una esquina, lo vi:
un imponente edificio de ladrillo rodeado por un gran patio arbolado y una verja
puntiaguda. Aposté a que cada noche el director del Saint Patrick salía con una
escalera y un sacapuntas para afilarla un poco más. Era de esas verjas que
parecen decir: «Vete. No eres bienvenido».
El problema era que casi todos los alumnos se encontraban fuera de mi alcance,
lejos de la calle. No me preocupé. Al fin y al cabo, uno de los trabajos más
habituales del agente secreto es esperar. También el más aburrido.
Por fin, un grupo de cinco chicas comenzó a acercarse hacia un rincón de la
verja, seguramente con la intención de discutir secretos. Tenían esa expresión en
la cara que significa «no os vais a creer lo que me han contado». Dentro de su
uniforme, todas me parecieron aproximadamente iguales: altas, delgadas,
elegantes y bien peinadas, como los maniquíes de un escaparate. Solo una,
morenita, rolliza y de pelo alborotado, se parecía un poco a un ser humano.
Comenzaba la fase tres.
–Psss, psss... –traté de llamar su atención, como en las películas de espías.