Page 86 - La vida secreta de Rebecca Paradise
P. 86

Consejos y conejos






               Los psicólogos del colegio no son como los de la televisión. No tienen un

               cómodo diván para que te tumbes, no fuman en pipa ni te dejan hablar todo lo
               que quieras hasta que te sueltan: «Se acabó el tiempo, hasta la próxima sesión».
               Al menos no son así los que yo he conocido, y he conocido a unos cuantos. Más
               bien se dedican a hacerte un montón de preguntas, pedirte un montón de
               respuestas y darte un montón de consejos.


               Por eso no me puse a dar saltos de alegría cuando me enteré de que lo que
               Leanne quería era presentarme al psicólogo de mi escuela número cuatro.
               «Presentarme», esa fue la palabra exacta que usó cuando nos recibió a papá y a
               mí al día siguiente. Pero yo sabía que aquello iba a ser algo más complicado que
               estrecharle la mano a un señor con bigote y decirle: «Hola, me llamo Úrsula y
               odio los consejos y los conejos».


               Aquella mañana, papá me había llevado al colegio de la mano, como cuando era
               pequeña. Pero una vaca no desea ir al matadero ni aunque la lleven de la mano.
               Así que cuando Leanne nos indicó el camino hasta el despacho del psicólogo,
               me revolví hasta zafarme de él y le dije que llegaría hasta allí yo sola, porque así
               me sentía. Y furiosa, furiosa porque no quería conocer a más psicólogos. Porque
               papá ni siquiera había querido escucharme. Porque, por una vez, sentía que no
               había tenido yo toda la culpa.


               Era muy temprano, y hacía tanto frío que al correr por aquel pasillo vacío veía
               mi aliento saliendo de la boca. La calefacción debía de estar aún apagada. Los
               tubos fluorescentes también lo estaban. Todo el colegio parecía apagado. Todo

               excepto una luz que, al fondo del pasillo, una puerta abierta derramaba sobre las
               baldosas. Me asomé al interior, sofocada, y golpeé el marco de la puerta con los
               nudillos.


               –Hola.

               –Eh... ¡Hola! –contestó una voz.
   81   82   83   84   85   86   87   88   89   90   91