Page 242 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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236          MOVIMIENTO  ANTIMACEDONICO  EN  LA  HELADE

      hubiese  decidido  a  incorporarse  al  movimiento,  tal  vez  —pues  ello  habría  signi­
      ficado  la  salida  del  Píreo  de  cien  tfieras—  habrían  podido  conseguirse  éxitos
      importantes.  Pero  la  indecisión  de  Atenas  hizo  que  tampoco  los  otros  miembros
      de  la  liga  helénica  se  atreviesen  a  violar  los  tratados  jurados  por  ellos,  y  el  apo­
      yo  de  algunos  de  los  tiranos  y  oligarcas  de  las  islas  no  habría  dado  al  poder
      marítimo persa fuerza bastante para hacer frente a la  flota  de Anfótero y Egelojo.
      En  la  primavera  del  332,  con  el  sitio  de  Tiro,  el  poder  naval  de  los  persas  des-
      hízose  completamente  y  hasta  fines  de  aquel  año  quedaron  libres  todas  las  islas
      del mar Egeo,  incluyendo  Creta.  Sin  embargo,  en la  Hélade  no  se  había  restable­
      cido  la  paz;  ni  las  victorias  de  Alejandro  en  el  oriente  ni  la  proximidad  del  im­
      portante ejército  que  el  regente  del  reino  macedonio  tenía  sobre  las  armas  deter­
      minaban a los  patriotas a  renunciar a  sus  planes y a  sus  esperanzas.  Descontentos
       con  cuanto  había  sucedido  y  seguía  sucediendo,  dejándose  llevar  todavía  de  la
       quimera  de  que,  a  pesar  de  la  liga  jurada  y  de  la  gran  superioridad  de  fuerzas
       de  los  macedonios,  era  posible  y  lícito  seguir  haciendo  una  política  particularista
       a  la  antigua  que  reverdeciera  los  laureles  de  la  vieja  libertad  de  los  pequeños
       estados,  aprovechaban  cuantas  ocasiones  se  les  ofrecían  para  infundir  a  la  masa,
       crédula  y  ligera  de  pensamientos,  el  descontento,  el  recelo  y  el  despecho.  El
       desastroso  y  trágico  final  de  Tebas  era  fuente  inagotable  de  declamaciones  y
       el  congreso  federal  de  Corinto  no  había  sido,  según  ellos,  otra  cosa  que  una  mal
       calculada  ilusión;  todo  lo  que  venía  de  los  macedonios,  incluso  los  honores  y  los
       regalos, era  sospechoso  o  constituía  una  afrenta  para los  helenos  libres:  Alejandro
       no tenía más designio  que convertir el  sinedrio  y a  cada  uno  de  sus  miembros  en
       instrumentos  del  despotismo  macedónico;  para  lograr  la  unidad  de  los  helenos
       era  mejor  camino  el  odio  contra  los  mecedonios  que  la  lucha  contra  los  persas;
       en  realidad,  las  victorias  conseguidas  sobre  Persia  no  eran,  para  Macedonia,  más
       que uno de tantos  medios  para aplastar las  libertades  de la  Hélade.  La  tribuna  de
       oradores  de  Atenas  era,  naturalmente,  el  lugar  más  indicado  para  hacer  alarde
       de este descontento, en debates agitados e interminables;  en ninguna  otra parte se
       enfrentaban  con  tal  furia  las  dos  facciones  contendientes;  y  el  pueblo,  deján­
       dose  llevar  unas  veces  por  Demóstenes,  Licurgo  e  Hipereides  y  otras  veces  por
       Foción,  Damades  y  Esquines,  caía  con  frecuencia  en  contradicción  consigo  mis­
       mo y con sus  soberanas  resoluciones;  de  una  parte,  rivalizando  con  el  sinedrio  de
       ¡a  liga,  enviábanse  parabienes  y  coronas  de  oro  a  Alejandro  por  sus  victorias  y,
       de  otra  parte  se  sostenía,  aun  después  de  la  batalla  de  Gaugamela,  un  embaja­
       dor  ateniense  cerca  de  la  corte  del  rey  de  Persia;  y  mientras  Atenas  mantenía
       de  este  modo  relaciones  que,  después  del  tratado  de  la  liga,  constituían  una
       franca  traición,  los  oradores  atenienses  se  desfogaban  hablando  de  las  nuevas
       violaciones  de  los  tratados  de  que  se  hacía  culpable  Macedonia.  Sin  embargo,
       los  atenienses  no  querían  exponerse  a  ningún  peligro;  contentábanse  con  abri­
       gar  sombríos  pensamientos  y  pronunciar  grandilocuentes  palabras.
           El rey Agis  era  el único  que no  renunciaba  a  proseguir la  acción  ya  iniciada,
       a  pesar  de  que  ya  su  hermano  había  sido  expulsado  de  Creta  por  Anfótero  y
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