Page 237 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ASESINATO  DE  DARIO                    231


      ciencia  estuviesen  manchadas  de  culpa  en  él,  pues  ello  le  permitió  congraciarse
      con  los  persas  mediante  la  actitud  de  deplorar  la  muerte  de  su  rey.4Y  tal  vez
      Alejandro,  como  haría  más  tarde  el  gran  romano,  se  olvidase  de  alegrarse  de  las
      ventajas que suponía para  él la muerte  del rey ante los  sentimientos  que  le  causa­
      ra  el ver caer asesinado  a  su  enemigo,  pues  los  grandes  espíritus  siéntense  unidos
      a  sus  enemigos  por  un  vínculo  especial,  casi  nos  atreveríamos  a  decir  que  por  el
      nexo de la necesidad, del mismo modo que la fuerza del golpe se mide por la resis­
      tencia  del  objeto  sobre  el  que  se  descarga.  Si  tenemos  en  cuenta  cómo  acogió  y
      trató Alejandro a la reina madre, a la esposa y a los hijos  de  Darío,  cómo se esfor­
      zó  siempre  en honrar y  mitigar  su  desgracia,  no  puede  cabernos  duda  acerca  del
      trato  que  habría  dado  al  rey  prisionero,  si  hubiese  caido  vivo  en  sus  manos;  su
      vida,  en poder  del  enemigo,  habría  estado  más  segura  que  en  manos  de  persas  y
      parientes  suyos  de  sangre.
          Hay,  en  estos  sucesos,  otro  punto  en  el  que  cabe  ver la  suerte  de  Alejandro;
      su suerte o su fatalidad. Si Darío hubiese llegado vivo a sus manos,  tal vez hubiese
      conseguido  su  renuncia  a  los  países  que  ya  le  habían  sido  arrebatados  y  su  reco­
      nocimiento  del  nuevo  poder  instaurado  en  el  Asia  a  cambio  de  respetarle  las
      satrapías orientales; habría hecho tal vez con él lo mismo  que habría de hacer más
      tarde  en la  India  con  el  rey  Poros:  habría  dejado  subsistente  en  las  fronteras  de
      su imperio  una  monarquía  sujeta  por vínculos  más  o  menos  estrictos  de  vasallaje
      a  su  soberanía  de  emperador.  El  asesinato  de  Darío  cerraba  el  camino  a  toda
      posibilidad  de  arreglo  en  este  sentido;  si  realmente  Alejandro  había  admitido
      esa  posibilidad,  si realmente  había  pensado  en  no  seguir  adelante,  el  crimen  que
      había  segado  la  vida  de  su  adversario  le  empujaba  a  continuar,  hacia  lo
      imprevisto. Los asesinos arrogábanse ahora el  poder y el título  que  el  rey legítimo
      no  había  sido  capaz  de  defender;  eran  usurpadores  con  respecto  a  Alejandro,
      como habían sido  traidores  con respecto  a  Darío.  El  legado  natural  del  rey  asesi­
      nado  convertía  al  hombre  que  lo  había  vencido  en  vengador  suyo  para  con  sus
      asesinos;  la  majestad  de  la  monarquía  persa,  conquistada  por  el  derecho  de  la
      espada,  tornábase  ahora,  en  mano  de  Alejandro,  en  la  espada  del  derecho  y  de
      la  venganza;  aquella  monarquía  ya  no  tenía  más  enemigo  que  los  últimos  repre­
      sentantes suyos,  ni  más  representante  que  su  enemigo  victorioso.
          Los  espantosos  sucesos  de  aquellos  últimos  días  habían  hecho  cambiar  radi­
      calmente la  actitud  de  los  príncipes  persas.  Los  que  no  habían  abandonado  a  su
      rey  después  de  la  batalla  de  Gaugamela,  sátrapas  de  las  provincias  orientales  la
      mayoría de ellos, habían defendido su propia  causa  al agruparse en  torno  a la per­
      sona  del rey.  Eran muy pocos  los  que  compartían,  por  considerarla  llena  de  peli­
      gros  y  sin  ningún  provecho,  aquella  actitud  de  abnegación  y  devoción  conmove­
      dora  de  Artabazos,  que  en  otro  tiempo  había  sido  un  huésped  grato  en  la  corte
      de Pella, cuando reinaba en ella Filipo, y que ahora podía estar seguro de  ser reci­
      bido  por  Alejandro  con  todos  los  honores,  si  se  pasaba  a  él.  Tan  pronto  como
      la  desgracia  del  gran  rey puso  en  peligro  sus  ventajas  e  incluso  la  existencia  mis­
      ma de su poder, empezaron a  conspirar para  poner a salvo  sus ventajas y  sus  pre­
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