Page 236 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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230 ASESINATO DE DARIO
Así acabó sus días el último gran rey de la dinastía de los Aqueménidas. No
murió precisamente a manos de aquél contra quien había intentado en vano
defender su imperio; las batallas perdidas por él le habían costado más que los
territorios y el poder real: le habían costado la fe y la lealtad de su pueblo persa
y de sus grandes; terminó sus días como un fugitivo entre traidores, como un rey
encadenado, y cayó atravesado por los puñales de sus sátrapas, parientes suyos de
sangre. Murió con la gloria de no haber comprado su vida a cambio de la tiara,
de no haber concedido al crimen un derecho sobre la monarquía de su linaje;
no puede discutírsele la gloria de haber muerto como rey. Y Alejandro le rindió
honores reales; mandó el cadáver a Persépolis para que recibiera sepultura en los
sepulcros donde descansaban sus antecesores; Sigambis, la reina madre, enterró
a su hijo.
Alejandro había conseguido más de lo que él mismo hubiese podido esperar.
Tras las dos batallas ganadas había dejado huir al rey derrotado. Pero desde que,
dueño de las ciudades reales del imperio, se había sentado en el trono de Ciro y
había recibido los homenajes de pleitesía de los grandes, a la usanza persa, desde
que se consideraba y tenía razones para considerarse rey y señor de los pueblos
de Asia, no podía tolerar que el rey fugitivo siguiese tremolando por los vastos
países del oriente el nombre de su grandeza perdida como bandera para nuevos
levantamientos y choques armados. La decisión y la necesidad de apresar al ene
migo convirtióse, al calor de la naturaleza heroica de Alejandro, en una pasión
personal, en un impulso de cólera aquileica. Se lanzó en persecución de su presa
con una furia que rayaba ya en lo monstruoso, que costó la vida a muchos de
sus valientes y que le habría expuesto al justo reproche de ser un déspota im
placable, si él mismo no hubiese compartido con sus hombres el esfuerzo y la
fatiga, el calor y la sed, si no hubiese ido él mismo a la cabeza de sus tropas en
la batida salvaje de aquellas cuatro noches, sosteniéndose en pie hasta el último
límite del agotamiento. Cuéntase que, uno de aquellos días, le presentaron un
poco de agua en un casco; Alejandro, muerto de sed, iba a beber, cuando vió
las miradas tristes de sus gentes clavadas en él, y devolvió el casco con el agua:
“Si bebiese yo sólo —dicen que dijo—, mis hombres sentiríanse abatidos; pre
fiero no beber”. Y que al ver aquello, los macedonios no pudieron contenerse
y gritaron: “ ¡Llévanos a donde quieras y por los caminos que quieras! ¡No esta
mos cansados, tampoco nosotros tenemos sed; mientras tú seas nuestro rey, nos
sentimos inmortales!” Y, espoleando sus caballos, siguieron galopando detrás de
Alejandro hasta que divisaron al enemigo y descubrieron el cadáver del gran rey.
Se ha querido ver una prueba más de la fortuna de Alejandro en el hecho
de que encontrase a su enemigo muerto y de que no cayese vivo en sus manos;
la persona del rey, viva, habría sido siempre motivo de grandes preocupaciones
para Alejandro y, para los persas, causa de peligrosos deseos y planes, y a la postre
el camino hacia la posesión pacífica del Asia tenía que pasar necesariamente
sobre el cadáver del gran rey. Alejandro, dicen quienes así piensan, pudo consi
derarse afortunado al recoger el fruto del asesinato sin que sus manos ni su con