Page 388 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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LAS  BODAS  DE  SUSA                    385

       pantos  del  campamento,  llenas  de  monedas  de  oro,  con  orden  de  que  fuese
       pagada  toda  cuenta  que  se  presentase  al  cobro,  cualquiera  que  fuese  su  importe
       y  sin  indagar  el  nombre  del  deudor.  Ahora  todos  acudieron  corriendo,  llenos  de
       alegría,  no  tanto  por  verse  libres  de  deudas  como  por  que  éstas  permaneciesen
       ignoradas,  pues  hay  que  advertir  que  aquellos  valientes  gastaban  con  gran  lar­
       gueza;  a  pesar  de  todo  el  botín  conquistado  por  ellos  y  de  los  regalos  y  repartos
       hechos  por  el  rey  entre  la  oficialidad  y  la  tropa,  invirtiéronse  más  de  20,000
       talentos  en  cubrir  estas  atenciones.  Los  oficiales,  sobre  todo,  habían  gastado  sin
       tasa,  y  no  pocas  veces  Alejandro  les  había  hecho  reproches  por  su  manera  insen­
       sata  de  derrochar;  imaginémonos,  pues,  con  qué  alegría  repondrían  ahora  sus
       quebrantadas  finanzas,  sin  que  el  rey  se  enterara  del  verdarero  volumen  de
       sus  deudas.  Cuéntase  que  también  se  acercó  a  una  de  las  mesas  de  los  pagadores
       Antégenes,  el  que  había  mandado  los  hipaspistas  en  la  batalla  del  Hidaspes  y
       que  en  el  año  340  perdiera  un  ojo  delante  de  Perinto,  hombre  tan  afamado  por
       su bravura  como  por  su  avaricia,  haciendo  que  se  le  pagase  una  respetable  canti­
       dad;  luego  se  descubrió  que  no  debía  nada  y  que  las  cuentas  presentadas  por  él
       eran  falsas.  Alejandro,  furioso  por  aquella  estafa,  expulsó  a  Antigenes  de  la  corte
       y le  retiró  el  mando.  El  valiente  estratega  estaba  desesperado,  y  todo  el  mundo
       temía  que  fuera  a  quitarse  la  vida,  para  no  soportar  aquella  infamia.  Alejandro
       se apiadó de él y lo perdonó, lo llamó  de nuevo a la  corte y le  devolvió el  mando,
       dejándole  además  en  posesión  de  la  suma  que  le  había  sido  entregada.
           Con  motivo  de  estas  fiestas,  Alejandro  distribuyó  también  regalos  verdade­
       ramente  regios  entre  los  que  se  habían  distinguido  por  su  valentía,  por  los  peli­
       gros  afrontados  o  por  la  lealtad  de  los  servicios  prestados  a  su  persona.  Otorgó
       coronas  de  oro  al  oficial  de  la  guardia  Peucestas,  sátrapa  de  Persis,  que  en  la
       ciudad de los malios lo había  cubierto  con su  escudo;  al  oficial  de la  guardia  Leo-
       nato, comandante en el país de los oritas, que había combatido a su lado en aquel
       peligroso asalto,  que había  derrotado  a  los  bárbaros  junto  al  río Torneros y  había
       logrado  pacificar  a  los  habitantes  de  aquella  región;  al  nauarca  Nearco,  que  con
       tanta  gloria  había  llevado  a  cabo  la  travesía  del  Indo  al  Eufrates;  a  Onesicrito,
       timonel de la nave real en las  aguas  del Indo y desde el  Indo a  Susa;  al leal  Efes­
       tión  y  a  los  demás  oficiales  de  la  guardia,  a  Lisímaco  de  Pella,  a  Arístono,  hijo
       de Piseo, al hiparca Pérdicas, al lágida Tolomeo y a  Peitón  de Eordea.
           Otra  ceremonia  presenció  la  ciudad  de  Susa  en  la  época  a  que  nos  estamos
       refiriendo,  pero  ésta  de  carácter  serio  y  conmovedora,  a  su  modo.  Desde  la  India
       había venido siguiendo al ejército macedonio,  arrostrando el  enojo  de su  soberano
       y las  burlas  de  sus  convecinos,  invitado  por  Alejandro,  cuyo  poder  y  cuyo  amor
       por la  sabiduría admiraba,  uno  de  aquellos  penitentes  que  tanto  habían  asombra­
       do  a los  macedonios  en  los  campos  de  la  India;  su  dulce  seriedad,  su  sabiduría  y
       su  devoción  le  habían  ganado  la  alta  estimación  del  rey,  y  muchos  nobles  mace­
       donios,  entre  ellos  el  lágida  Tolomeo  y  Lisímaco,  el  oficial  de  la  guardia,  gusta­
       ban  de  conversar con  él;  era  de  Taxila y llamábanle  Cálanos,  por  el  vocablo  con
       que  solía  saludarlos;  parece  que  su  nombre  indígena  era  el  de  Esfinges.  Estaba
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