Page 386 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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LAS  BODAS  DE  SUSA                   38?

       reina;  en  una  palabra,  que  el  tesorero  mayor  ponía  a  los  pies  de  una  prostituta
       ateniense  todos  los  honores  debidos  solamente  a  la  reina  madre  o  a  la  esposa  de
       Alejandro.
           Estos  informes  y  otros  semejantes  habían  llegado  a  conocimiento  del  rey;
       al  principió  los  había  tenido  por  inverosímiles  o  exagerados,  convencido  de  que
       Harpalo  no  sería  tan  necio  que  se jugara  así,  de  un  modo  tan  insensato,  el  favor
       del rey,  después de haberlo perdido y recobrado;  pero  pronto  se  encargó  el  propio
       Harpalo  de confirmar todas  aquellas  acusaciones  con  su  huida.  Se  había  hecho la
       ilusión  de  que  Alejandro  no  regresaría  jamás;  ahora  veía  la  severa  justicia  que
       se estaba haciendo  contra  quienes  se  habían  dejado  seducir  por  el  mismo  error  y
       consideraba  muy  dudoso  que  esta  vez  el  rey  le  llegara  a  perdonar;  arrambló  con
       todo  el  dinero  que  pudo  reunir  —era  la  fabulosa  suma  de  cinco  mil  talentos—,
       reclutó  seis  mil  mercenarios,  marchó,  acompañado  por ellos,  por  su  Glícera  y  por
       la  hijita  que  había  tenido  de  la  Pitiónica,  a  las  costas  de  Jonia,  atravesando  el
       Asia  Menor,  y  réunió  treinta  barcos  para  trasladarse  al  Atica  con  su  cortejo;
       nombrado  ciudadano  honorífico  de  Atenas,  amigo  de  los  hombres  más  prestigio­
       sos de la ciudad y querido del pueblo por los abundantes repartos de trigo con que
       había sabido  ganarse  su voluntad,  no  dudaba  que  sería  bien  recibido  allí  con  sus
       tesoros  robados  y  que  estaría  a  salvo  del  peligro  de  ser  entregado  a  Alejandro  y
       a  su  justicia  expeditiva.
                                 LAS  BODAS  DE  SUSA
           Mientras  el  último  de  los  grandes  culpables  del  imperio  procuraba  eludir
       así  su  criminal  responsabilidad,  Alejandro  llegaba  a  Susa,  con  su  ejército,  por  el
       mes de febrero del  324.  Poco  después  de él llegó  Efestión con el resto  de las  tro­
       pas,  los  elefantes  y  la  impedimenta  y  Nearco  subía  por  el  río  con  la  flota,
       que  había  dado  la  vuelta,  sin  nuevo  contratiempo,  a  las  costas  del  golfo  Pérsico.
       Los  sátrapas  y  jefes  militares  acudieron  a  Susa,  cumpliendo  las  órdenes  del  rey,
       acompañados  de  su séquito,  al  igual  que los  príncipes  y  grandes  del  oriente,  invi­
       tados por Alejandro, en unión de sus esposas y sus hijos.  De todas partes  del Asia
       y de Europa afluían extranjeros para asistir a las grandes  fiestas que se preparaban
       en  aquella  ciudad.
           Tratábase  de  celebrar  una  singular  ceremonia,  única  a  través  de  los  siglos.
       En las bodas  de Susa iba a  efectuarse simbólicamente la  fusión  del  occidente  con
       el  oriente,  la  plasmación  de la  idea  helénica  en  que Alejandro  creía  haber  encon­
       gado la  clave  para  asegurar la  fuerza  y  la  estabilidad  de  su  imperio.
           Los  testigos  oculares  describen,  sobre  poco  más  o  menos,  en  los  siguientes
       términos esta fiesta que superó a todo lo conocido por su esplendor y solemnidad.
       Para la  celebración  de  esta  ceremonia  levantóse  una  gran  tienda  real;  su  cúpula,
       cubierta  de  abigarradas  telas,  ricamente  bordadas,  descansaba  sobre  cincuenta
       altas  columnas  tapizadas  de  oro  y  plata  y  recamadas  de  piedras  preciosas;  todo
       alrededor,  cerrando  este  espacio  central,  pendían  de  barras  de  oro  y  plata  ricos
       tapices  recamados  de oro y bordados  con  múltiples  dibujos  y  figuras;  la  extensión
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