Page 385 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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382                  SEGUNDA  HUIDA  DE  HARPALO

        mayor, en vista de que su estado físico no le hacía apto  para el servicio militar; ya
        una vez se había hecho τεο de graves irregularidades, pues poco antes de la batalla
        de  Isos,  en  connivencia  con  un  tal  Tauriscón,  que  había  delatado  el  plan,  se
        había escapado  con los  fondos  del  rey  para  ir  a  unirse  a  Alejandro,  el  rey  de  los
        molosios,  que  luchaba  por  aquel  entonces  en  Italia;  más  tarde,  Harpalo  había
        cambiado  de  idea  y habíase  establecido  en  Megara,  entregado  a  sus  placeres.  Sin
        embargo, Alejandro, recordando los tiempos en que  Harpalo,  en unión  de Nearco,
        de Tolomeo y  de  unos  pocos  más,  había  defendido  su  causa  contra  el  rey  Filipo,
        arrostrando  por  ello  la  infamia  y  la  proscripción,  había  perdonado  al  tesorero
        desleal,  le  había  llamado  de  nuevo  a  su  lado  y  había  vuelto  a  confiarle  la  teso­
        rería;  los  inmensos  tesoros  de  Pasargada  y  Persépolis  encontrados  en  Ecbatana
        fueron puestos bajo  su custodia  y hallábanse  también  bajo  su  vigilancia,  a  lo  que
        parece,  las  tesorerías  de  las  satrapías  bajas;  su  influencia  extendíase  a  todo  el
        oeste  del Asia.  Pero  como  Alejandro  avanzaba  más  y  más  hacia  el  oriente.  Har­
        palo,  sin  preocuparse  en  lo  más  mínimo  de  la  gran  responsabilidad  de  su  cargo,
        acostumbrado  a  vivir en la  opulencia  y atento  sólo  a  sus  placeres,  empezó  a  dila­
        pidar  descaradamente  los  tesoros  reales  y  a  derrochar  toda  la  influencia  de  su
        elevado  puesto  en  la  mesa  y  en  el  lecho.  Su  género  de  vida  tenía  escandalizado
        a  todo  el  mundo  y  las  burlas  de  los  cómicos  griegos  rivalizaban  con  la  indigna­
        ción de las gentes serias en la obra de entregar su nombre al  desprecio general.'El
        historiador  Teopompo  dirigió  por  aquel  entonces  una  carta  abierta  a  Alejandro,
        en la que exhortaba a poner fin a aquel escándalo:  decíale en ella que Harpalo,  no
        contento  con  el  libertinaje  de  las  mujeres  asiáticas,  había  traído  al  Asia  a  la
         Pitiónica,  la  más  célebre  cortesana  de  Atenas,  que  había  servido  primero  con
        la  cantante  Baquis  y  luego  había  pasado  con  ella  al  prostíbulo  de  la  alcahueta
         Sinope,  para  plegarse  a  sus  caprichos  de  la  manera  más  desvergonzada;  que  al
         morir la cortesana, había erigido a su memoria, con el más cínico de los  derroches,
         dos  monumentos  funerarios  y  que  las  gentes  se  asombraban  con  razón  de  que,
         mientras  ni  él  ni  ningún  otro  gobernador  había  considerado  oportuno  consagrar
         un  monumento  a  los  valientes  caídos  en  Isos  por  la  gloria  de  Alejandro  y  las
         libertades  de  Grecia,  en  Atenas  y  Babilonia  estuviesen  ya  preparados  fastuosos
         sepulcros  para  honrar  a  una  cortesana;  y  que  aquel  Harpalo  que  se  decía  amigo
         y funcionario  de  Alejandro  había  tenido  la  osadía  de  erigir  templos  y  altares  en
         honor  de  aquella  Pitiónica  que  durante  tanto  tiempo  había  ofrecido  su  cuerpo
         en Atenas  al  mejor  postor,  y  de  consagrar  un  santuario  a  la  Afrodita  Pitiónica,
         sin  temor al  castigo  de los  dioses  y  haciendo  escarnio  de  la  majestad  del  rey.  Y
         no  sólo  esto,  sino  que,  apenas  muerta  aquélla,  Harpalo  había  traído  de  Atenas,
         a  otra  cortesana,  la  no  menos  célebre  Glícera,  a  la  que  había  instalado  en  el
         palacio  de  Tarso,  lujosamente  amueblado  y  enjoyado  y  a  la  que  había  erigido
         una estatua en Rosos,  donde  se había atrevido  a  poner la  suya  propia  al  lado  de
         la del rey,  dando la  orden  de que nadie  podría  ofrendarle  una  corona  de  oro  sin
         hacer lo  mismo  con  su amante,  a  la  que  obligaba  a  adorar y a  darle  el  título  de
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