Page 155 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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Por las cámaras y los corredores místicos de la Gran Pirámide pasaban los
iluminados de la Antigüedad. Atravesaban sus portales como hombres y salían como
dioses. Era el lugar del «segundo nacimiento», el «vientre de los Misterios», y la
sabiduría habitaba en él como Dios habita en el corazón de los hombres. En algún
lugar de las profundidades de sus recovecos residía un ser desconocido llamado «el
Iniciador» o «el Ilustre», vestido de azul y dorado, que llevaba en la mano la séptuple
llave de la eternidad. Era el hierofante de rostro de león, el Sagrado, el Maestro de los
Maestros, que jamás abandonaba la Casa de la Sabiduría y al que ningún hombre veía,
a menos que hubiese atravesado las puertas de la preparación y la purificación. Fue en
aquellas cámaras donde Platón, el de la ancha frente, se encontró cara a cara con la
sabiduría de todos los tiempos, personificada en el Maestro de la Casa Oculta.
¿Quién era el Maestro que vivía en aquella pirámide imponente, cuyas numerosas
habitaciones representaban los mundos que hay en el espacio, aquel Maestro al que
nadie veía, salvo aquellos que habían «vuelto a nacer»? Él era el único que conocía
totalmente el secreto de la pirámide, pero se ha apartado del camino de la sabiduría y
la casa está vacía. Los himnos de alabanza ya no resuenan en tonos apagados a través
de las cámaras; el neófito ya no pasa a través de los elementos ni deambula entre las
siete estrellas; el candidato ya no recibe la «Palabra de Vida» de los labios del Uno
Eterno. Ya no queda nada que el ojo del hombre pueda ver, sino una cáscara vacía —
el símbolo externo de una verdad interior—, ¡y los hombres llaman tumba a la Casa
de Dios!
La técnica de los Misterios fue desarrollada por el Sabio Iluminador, el Maestro de
la Casa Secreta. Se revelaba al nuevo iniciado la capacidad para conocer a su espíritu
guardián; se le explicaba la manera de separar su cuerpo material de su vehículo
divino, y, para consumar la magnum opus, se le revelaba el Nombre Divino, el
nombre secreto e inefable de la Divinidad Suprema, por cuyo mero conocimiento el
hombre y su Dios se vuelven uno conscientemente. Cuando se le daba el Nombre, el
nuevo iniciado se convertía él mismo en una pirámide, para que, dentro de las
cámaras de su alma, innumerables seres humanos pudieran recibir también la
iluminación espiritual.
En la cámara del rey se representaba el drama de la «segunda muerte», en el cual el
candidato, tras ser crucificado en la cruz de los solsticios y los equinoccios, era
enterrado en el gran cofre. La atmósfera y la temperatura de la cámara del rey son un
gran misterio: hace en ella un frío sepulcral particular, que hiela hasta la médula de los
huesos. Aquella sala era una entrada entre el mundo material y las esferas
trascendentales de la naturaleza. Mientras su cuerpo yacía en el cofre, el alma del