Page 4 - El Mártir de las Catacumbas
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La sangre de los mártires de Rusia y Alemania clama desde la tierra, cual admonición a
               los cristianos de todos los países.
                      Pero  aún podemos arrancar  de  nuestras  almas el clamor anhelante: "Ven, Señor Jesús;
               ven pronto."


                      Hartsdale, N. Y.                                         Richard L. Roberts




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               EL COLISEO


               Cruel carnicería para diversión de los romanos.


                       ERA UNO DE LOS GRANDES DÍAS de fiesta en Roma. De todos los extremos del país
               las  gentes  convergían  hacia  un  destino  común.  Recorrían  el  Monte  Capitolino,  el  Foro,  el
               Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile interminable hasta llegar al
               Coliseo, en el que penetraban por las innumerables puertas, desapareciendo en el interior.

                       Allí  se  encontraban  frente  a  un  escenario  maravilloso:  en  la  parte  inferior  la  arena
               interminable se desplegaba rodeada por incontables hileras de asientos que se elevaban hasta el
               tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta metros. Aquella enorme extensión se hallaba
               totalmente cubierta por seres humanos  de  todas  las  edades  y  clases  sociales. Una reunión tan
               vasta, concentrada de tal modo, en la que sólo se podían distinguir largas filas de rostros fieros,
               que  se  iban  extendiendo  sucesivamente,  constituía  un  formidable  espectáculo  que  en  ninguna
               parte  del  mundo  ha  podido  igualarse,  y  que  había  sido  ideado,  sobre  todo,  para  aterrorizar  e
               infundir  sumisión  en  el  alma  del  espectador.  Más  de  cien  mil  almas  se  habían  reunido  aquí,
               animadas de un sentimiento común, e incitadas por una sola pasión. Pues lo que les había atraído
               a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes. Jamás se hallará un comentario
               más  triste  de  esta  alardeada  civilización  de  la  antigua  Roma,  que  este  macabro  espectáculo
               creado por ella.
                       Allí se hallaban presentes guerreros que habían combatido en lejanos campos de batalla,
               y que estaban bien enterados de lo que constituían actos de valor; sin embargo, no sentían la
               menor  indignación  ante  las  escenas  de  cobarde  opresión  que  se  desplegaban  ante  sus  ojos.
               Nobles  de  antiguas  familias  se  hallaban  presentes  allí,  pero  no  tenían  ojos  para  ver  en  estas
               exhibiciones crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria. A su vez los filósofos, los
               poetas,  los  sacerdotes,  los  gobernadores,  los  encumbrados,  como  también  los  humildes  de  la
               tierra, atestaban los asientos; pero los aplausos de los patricios eran tan sonoros y ávidos como
               los  de  los  plebeyos.  ¿Qué  esperanza  había  para  Roma  cuando  los  corazones  de  sus  hijos  se
               hallaban íntegramente dados a la crueldad y a la opresión más brutal que se puede imaginar?
               El sillón levantado sobre un lugar prominente del enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el
               Emperador Decio, a quien rodeaban los principales de los romanos. Entre éstos se podía contar
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