Page 8 - El Mártir de las Catacumbas
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hasta lograr tomarla nuevamente. Y ahora, otra vez armado de su espada protectora, esperaba el
zarpazo final de la fiera que respiraba muerte. El león se arrojó como la vez anterior, pero esta
vez Macer acertó en el blanco. La espada le traspasó, el corazón, la enorme fiera cayó
contorsionándose de dolor. Poniéndose en pie se echó a correr por la arena, y tras Su último
rugido agónico cayó muerto junto a las rejas por donde había salido.
Ahora Macer fue conducido fuera del ruedo, viéndose aparecer nuevamente al de
Batavia. Se trataba de un público de refinado gusto, que demandaba variedad. A1 nuevo
contendor le soltaron un tigre pequeño, el cual fue vencido. Seguidamente se le soltó un león.
Este dio muestras de extrema ferocidad, aunque por su tamaño no salía de lo común. No cabía la
menor duda de que el de Batavia no se igualaba a Macer. El león se lanzó sobre su víctima,
habiendo sido herido; pero, al lanzarse por segunda vez al ataque, agarró a su adversario, y
literalmente lo despedazó. Entonces nuevamente fue sacado Macer, para quien fue tarea fácil
acabar con el cachorro.
Y esta vez, mientras Macer permanecía de pie recibiendo los interminables aplausos,
apareció un hombre por el lado opuesto. Era el africano. Su brazo ni siquiera se le había vendado
sino que colgaba a su costado, completamente cubierto de sangre. Se encaminó titubeando hacia
Macer, con penosos pasos de agonía. Los romanos sabían que éste había sido enviado
sencillamente para que fuese muerto. Y el desventurado también lo sabía, porque conforme se
acercó a su adversario, arrojó su espada y exclamó en una actitud más bien de desesperación:
-¡Mátame pronto! Líbrame del dolor.
Todos los espectadores a uno quedaron mudos de asombro al ver a Macer retroceder y
arrojar al suelo su espada. Todos seguían contemplando maravillados hasta lo sumo y
silenciosos. Y su asombro fue tanto mayor cuando Macer volvió hacia el lugar donde se hallaba
el Emperador, y levantando las manos muy alto clamó con voz clara que a todos alcanzó:
-¡Augusto Emperador, yo soy cristiano! Yo pelearé con fieras silvestres, pero jamás
levantaré mi mano contra mis semejantes, los hombres, sean del color que fueren. Yo moriré
gustoso; pero ¡yo no mataré!
Ante semejantes palabras y actitud se levantó un creciente murmullo.
-¿Qué quiere decir éste? ¡Cristiano! ¿Cuándo sucedió su conversión? -preguntó Marcelo.
Lúculo contestó, -Supe que lo habían visitado en el calabozo los malditos cristianos, y que él se
habría unido a esa despreciable secta, en la cual se halla reunida toda la hez de la humanidad. Es
muy probable que se haya vuelto cristiano.
-¿Y preferirá él morir antes que pelear?
-Así suelen proceder aquellos fanáticos.
La sorpresa de aquel populacho fue reemplazada por una ira salvaje. Les indignaba que
un mero gladiador se atreviera a decepcionarles. Los lacayos se apresuraron a intervenir para que
la lucha continuara. Si en verdad Macer insistía en negarse a luchar debería sufrir todo el peso de
las consecuencias.
Pero la firmeza del cristiano era inconmovible. Absolutamente desarmado avanzó hacia
el africano, a quien él podría haber dejado muerto solamente con un golpe de su puño. El rostro
del africano se había tornado en estos breves instantes cual el de un feroz endemoniado. En sus