Page 10 - El Mártir de las Catacumbas
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-Romanos, -dijo el anciano-, yo soy cristiano. Mi Dios murió por mí, y yo gozoso ofrezco
               mi vida por El. (Esta persecución por el Emperador Decio fue desde el año 249 al 251 A. C., o
               sea que duró como dos años y medio. Decio murió en batalla con los Godos más o menos a fines
               de 251 A. C.)

                       Un  bronco  estallido  de  gritos  e  imprecaciones  salvajes  ahogaron  su  voz.  Y  antes  que
               aquello  hubiera  concluido,  tres  panteras  aparecieron  saltando  hacia  él.  El  anciano  cruzó  los
               brazos,  y  elevando  sus  miradas  al  cielo,  se  le  veía  mover  los  labios  como  musitando  sus
               oraciones. Las salvajes fieras cayeron sobre él mientras oraba de pie, y en cuestión de segundos
               lo habían destrozado.
                       Seguidamente dejaron entrar otras fieras salvajes. Empezaron a saltar alrededor del ruedo
               intentando saltar contra las barreras. En su furor se trenzaron en horrenda pelea unas contra otras.
               Era una escena espantosa.
                       En medio de la misma fue arrojada una banda de indefensos prisioneros, empujados con
               rudeza. Se trataba principalmente de muchachas, que de este modo eran ofrecidas a la apasionada
               turba romana sedienta de sangre. Escenas como ésta habrían conmovido el corazón de cualquiera
               en  quien  las  últimas  trazas  de  sentimientos  humanos  no  hubiesen  sido  anuladas.  Pero  la
               compasión  no  tenía  lugar  en  Roma.  Encogidas  temerosas  las  infelices  criaturas,  mostraban  la
               humana debilidad natural al enfrentarse con muerte tan terrible; pero de un momento a otro, algo
               como una chispa misteriosa de fe las poseía y las hacía superar todo temor. Al darse cuenta las
               fieras de la presencia d sus presas, empezaron a acercarse. Estas muchachas juntando las manos,
               pusieron  los  ojos  en  los  cielos,  y  elevaron  un  canto  solemne  e  imponente,  que  se  elevó  con
               claridad y bellísima dulzura hacia las mansiones celestiales:


                                     Al que nos amó,
                                     Al que nos ha lavado de nuestros pecados

                                     En su propia sangre;
                                     A1 que nos ha hecho reyes y sacerdotes,

                                     Para nuestro Dios y Padre;
                                     A El sea gloria y dominio

                                     Por los siglos de los siglos.
                                     ¡Aleluya! ¡Amén!


                       Una  por  una  fueron  silenciadas  las  voces,  ahogadas  con  su  propia  sangre,  agonía  y
               muerte; uno por uno los clamores y contorsiones de angustia se confundían con exclamaciones
               de alabanza; y estos bellos espíritus juveniles, tan heroicos ante el sufrimiento y fieles hasta la
               muerte, llevaron su canto hasta unirlo con los salmos de los redimidos en las alturas.

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