Page 6 - El Mártir de las Catacumbas
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extremos opuestos sobre esta miserable multitud. Eran el africano y el de Batavia. Ya frescos
después del reposo, caían sobre los infelices sobrevivientes que ya no tenían ni el espíritu para
combinarse, ni la fuerza para resistir. Todo se reducía a una carnicería. Estos gigantes mataban a
diestra y siniestra sin misericordia, hasta que nadie más que ellos quedaba de pie en el campo de
la muerte y oían el estruendo del aplauso de la muchedumbre.
Estos dos nuevamente renovaban el ataque uno contra el otro, atrayendo la atención de
los espectadores, mientras eran retirados los despojos miserables de los muertos y heridos. El
combate volvía a ser tan cruel como el anterior y de invariable similitud. A la agilidad del
africano se oponía la precaución del de Batavia. Pero finalmente aquél .lanzó una desesperada
embestida final; el de Batavia lo paró y con la velocidad del relámpago devolvió el golpe. El
africano retrocedió ágilmente y soltó su espada. Era demasiado tarde, porque el golpe de su
enemigo le había traspasado el brazo izquierdo. Y conforme cayó, un alarido estrepitoso de
salvaje regocijo surgió del centenar de millares de así llamados seres humanos. Pero esto no
había de considerarse como el fin, porque mientras aún el conquistador estaba sobre su víctima,
el personal de servicio se introdujo de prisa a la arena y lo sacó. Empero tanto los romanos como
el herido sabían que no se trataba de un acto de misericordia. Sólo se trataba de reservarlo para el
aciago fin que le esperaba.
-El de Batavia es un hábil luchador, Marcelo -comentó un joven oficial con su compañero
de la concurrencia a la que ya se ha aludido.
-Verdaderamente que lo es, mi querido Lúculo -replicó el otro-. No creo haber visto
jamás un gladiador mejor que éste. En verdad los dos que se han batido eran mucho mejores de
lo común.
-Allá adentro tienen un hombre que es mucho mejor que estos dos.
-¡Ah! Quién es él?
-El gran gladiador Macer. Se me ocurre que él es el mejor que jamás he visto.
-Algo he oído respecto a él. ¿Crees que lo sacarán esta tarde?
-Entiendo que sí.
Esta breve conversación fue bruscamente interrumpida por un tremendo rugido que surcó
los aires procedentes del vivario, o sea el lugar en donde se tenían encerradas las fieras salvajes.
Fue uno de aquellos rugidos feroces y terroríficos que solían lanzar las más salvajes de las fieras
cuando habían llegado al colmo del hambre que coincidía con el mismo grado de furor.
No tardaron en abrirse los enrejados de hierro manejados por hombres desde arriba,
apareciendo el primer tigre al acecho en la arena. Era un fiera del África, desde donde había sido
traída no muchos días antes. Durante tres días no había probado alimento alguno, y así el hambre
juntamente con el prolongado encierro había aguzado su furor a tal extremo que solamente el
contemplarlo aterrorizaba. Azotándose con la cola recorría la arena mirando hacia arriba, con
sanguinarios ojos, a los espectadores. Pero la atención de éstos no tardó en desviarse hacia un
objeto distinto. Del otro extremo de donde la fiera se hallaba fue arrojado a la arena nada menos
que un hombre. No llevaba armadura alguna, sino que estaba desnudo como todos los
gladiadores, con la sola excepción de un taparrabo. Portando en su diestra la habitual espada
corta, avanzó con dignidad y paso firme hacia el centro del escenario.