Page 5 - El Mártir de las Catacumbas
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un  grupo  de  la  guardia  pretoriana,  que  criticaban  los  diferentes  actos  de  la  escena  que  se
               desenvolvía en su presencia con aire de expertos. Sus carcajadas estridentes, su alborozo y su
               espléndida vestimenta los hacían objeto de especial atención de parte de sus vecinos.
                       Ya se habían presentado varios espectáculos preliminares, y era hora de que empezaran
               los  combates.  Se  presentaron  varios  combates  mano  a  mano,  la  mayoría  de  los  cuales  tuvo
               resultados  fatales,  despertando  diferentes  grados  de  interés,  según  el  valor  y  habilidad  que
               derrochaban  los  combatientes.  Todo  ello  lograba  el  efecto  de  aguzar  el  apetito  de  los
               espectadores, aumentando su vehemencia, llenándoles del más ávido deseo por los eventos aun
               más emocionantes que habían de seguir.
                       Un  hombre  en  particular  había  despertado  la  admiración  y  el  frenético  aplauso  de  la
               multitud. Se trataba de un africano de Mauritania, cuya complexión fortaleza eran de gigante.
               Pero su habilidad igualaba a su fortaleza. Sabía blandir su corta espada con destreza maravillosa,
               y cada uno de los contrincantes que hasta el momento había tenido yacía muerto.
                       Llegó el momento en que había de medirse con un gladiador de Batavia, hombre al cual
               solamente  él  le  igualaba  en  fuerza  y  en  estatura.  Pero  los  separaba  un  contraste  sumamente
               notable. El africano era tostado, de cabello relumbrante y rizado y ojos chispeantes; el de Batavia
               era de tez ligera, de cabello rubio y de ojos vivísimos de color gris. Era difícil decir cuál de ellos
               llevaba ventaja; tan acertado había sido el cotejo en todo sentido. Pero, como el primero había ya
               estado  luchando  por  algún  tiempo,  se  pensaba  que  él  tenía  esto  como  una  desventaja.  Llegó,
               pues, el momento en que se trabó la contienda con gran vehemencia y actividad de ambas partes.
               El de Batavia asestó tremendos golpes a su contrincante, que fueron parados gracias a la viva
               destreza de éste. El africano era ágil y estaba furioso, pero nada podía hacer contra la fría y sagaz
               defensa de su vigilante adversario.
                       Finalmente, a una señal dada, se suspendió el combate, y los gladiadores fueron retirados,
               pero  de  ninguna  manera  ante  la  admiración  o  conmiseración  de  los  espectadores,  sino
               simplemente por el sutil entendimiento de que era el mejor modo de agradar al público romano.
                       Todos entendían, naturalmente, que los gladiadores volverían.
                       Llegó ahora el momento en que un gran número de hombres fue conducido a la arena.
               Estos todavía estaban armados de espadas cortas. No bien pasó un momento, cuando ya ellos
               habían  empezado  el  ataque.  No  era  un  conflicto  de  dos  bandos  opuestos,  sino  una  contienda
               general, en la cual cada uno atacaba a su vecino. Tales escenas llegaban a ser las más sangrien-
               tas, y por lo tanto las que más emocionaban a los espectadores. Un conflicto de este tipo siempre
               destruiría el mayor número en el menor tiempo. La arena presentaba el escenario de confusión
               más  horrible.  Quinientos  hombres  en  la  flor  de  la  vida  y  la  fortaleza,  armados  de  espadas
               luchaban en ciega confusión unos contra otros. Algunas veces se trenzaban en una masa densa y
               enorme; otras veces se separaban violentamente, ocupando todo el espacio disponible, rodeando
               un rimero de muertos en el centro del campo. Pero, a la distancia, se asaltaban de nuevo con
               indeclinable  y  sedienta  furia,  llegando  a  trabarse  combates  separados  en  todo  el  rededor  del
               macabro escenario; el victorioso en cada uno corría presuroso a tomar parte en los otros, hasta
               que los últimos sobrevivientes se hallarían nuevamente empeñados en un ciego combate masivo.

               A  la  larga  las  luchas  agónicas  por  la  vida  o  la  muerte  se  tornaban  cada  vez  más  débiles.
               Solamente unos cien quedaban de los quinientos que empezaron, a cual más agotados y heridos.
               Repentinamente  se  dio  una  señal  y  dos  hombres  saltaban  a  la  arena  y  se  precipitaban  desde
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