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uñas  (que ha  de  haber  aquel  día  gran  bullicio  y mucha  prisa), se  las  ponemos
            aquí  juntas  para  que  se  levanten  más  aína,  y aun  si  fuera  posible  habíamos
            de  escupir  siempre  en  un  lugar".  Francisco  López  de  Gómara,  capítulo  cien-
            to  y veinte  y cinco,  hablando  de los  entierros  que  a  los  Reyes  y  a  los  gran-
            des  señores  hacían  en  el  Perú,  dice  estas  palabras,  que  son  sacadas  a  la  le-
            tra:  "Cuando  españoles  abrían  estas  sepulturas  y  desparcían  los  huesos,  les
            rogaban  los  indios  que  no  lo  hiciesen,  porque  juntos  estuviesen  al  resucitar,
            ca  bien  creen  la  resurrección  de  los  cuerpos  y la  inmortalidad  de  las  almas",
            etc.  Pruébase  claro  lo  que  vamos  diciendo,  pues  este  autor,  con  escribir  en
            España,  sin  haber  ido  a Indias,  alcanzó  la  misma  relación.  El contador  Agus-
            tín  de  Zárate,  Libro  primero,  capítulo  doce,  dice  en  esto  casi  las  mismas
            palabras  de  Gómara;  y  Pedro  de  Cieza,  capítulo  sesenta  y  dos,  dice  que
            aquellos  indios  tuvieron  la  inmortalidad  del  ánima  y  la  resurrección  de  los
            cuerpos.
                 Estas  autoridades  y  la  de  Gómara  hallé  leyendo  estos  autores  después
            de  haber  escrito  yo  lo  que  en  este  particular  tuvieron  mis  parientes  en  su
            gentilidad.  Holgué  muy  mucho  con  ellas,  porque  cosa  tan  ajena  de  gentiles
            como  la  resurreción  parecía  invención  mía,  no  habiéndola  escrito  algún  es-
            pañol.  Y  certifico  que  las  hallé  después  de  haberlo  yo  escrito  por  que  se
            crea  que  en  ninguna  cosa  de  éstas  sigo  a los  españoles,  sino  que,  cuando  los
            hallo,  huelgo  de  alegarlos  en  confirmación  de  lo  que  oí  a  los  míos  de  su
            antigua  tradición.  Lo  mismo  me  acaeció  en  la  ley  que  había  contra  los  sa-
            crílegos  y  adúlteros  con  las  mujeres  del  Inca  o  del  Sol  (que  adelante  vere-
            mos),  que,  después  de  haberla  yo  escrito,  la  hallé  acaso  leyendo  la  historia
            del  contador  general  Agustín  de  Zárate,  con  que  recibí  mucho  contento,  por
            alegar  un  caso  tan  grave  un  histoiiador  español.  Cómo  o  por  cuál  tradición
            tuviesen  los  Incas  la  resurrección  de  los  cuerpos,  siendo  artículo  de  fe  no
            lo  sé,  ni  es  de  un  soldado  como  yo  inquirirlo,  ni  creo  que  se  pueda  averi-
            guar  con  certidumbre,  hasta  que  el  Sumo  Dios  sea  servido  manifestarlo.
            Sólo  puedo  afirmar  con  verdad  que  lo  tenían.  Todo  este  cuento  escribí  en
            nuestra  historia  de  la  Florida,  sacándola  de  su  lugar  por  obedecer  a  los
            venerables  padres  maestros  de  la  Santa  Compañía  de  Jesús,  Miguel  V ásquez
            de  Padilla,  natural  de  Sevilla,  y  Jeró~imo  de  Prado,  natural  de  Ubeda,  que
            me  lo  mandaron  así,  y  de  allí  lo  quité,  aunque  tarde,  por  ciertas  causas  ti-
            ránicas;  ahora  lo vuelvo  a  poner  en  su  puesto  por que  no  falte  del  edificio
            piedra  tan  principal.  Y  así  iremos  poniendo  otras  como  se  fueren  ofrecien-
            do,  que no es  posible  contar de  una  vez  las  niñerías  o  burlerías  que  aqueilos
            indios  tuvieron,  que  una  de  ellas  fue  tener  que  el  alma  salía  del  cuerpo
            mientras  él  dormía,  porque  decían  que  ella  no  podía  dormir,  y  que  lo  que
            veía  por  el  mundo  eran  las  cosas  que  decimos  haber  soñado.  Por  esta  vana
            creencia  miraban  tanto  en  los  sueños  y  los  interpretaban  diciendo  que  eran
            agüeros  y  pronósticos  para,  conforme  a  ellos,  temer  mucho  mal  o  esperar
            mucho  bien.

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