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tanto  a  los  Incas  del  Perú  porque  no  los  tuvieron  ni  consmueron,  cuanto
            abominaban a los  de  México,  porque  lo  uno  y lo  otro  se  hizo  dentro y fuera
            de  aquella  ciudad  tan  diabólicamente  como  lo  cuenta  la  historia  de  su  con-
            quista,  la  cual  es  fama  cierta  aunque  secreta  que  la  escribió  el  mismo  que
            la  conquistó  y ganó  dos  veces,  lo  cual  yo  creo  para  mí,  porque  en  mi  tierra
            y  en  España  lo  he  oído  a  caballeros  fidedignos  que  lo  han  hablado  con
            mucha  certificación.  Y la  misma  obra  lo  muestra  a  quien  la  mira  con  aten-
            ción,  y fue  lástima  que  no  se  publicase  en  su  nombre  para  que  la  obra  tu·
            viera  más  autoridad  y  el  autor  imitara  en  todo  al  gran  Julio  César,
                 Volviendo  a  los  sacrificios,  decimos  que  los  Incas  no  los  tuvieron  ni
            los  consintieron  hacer  de  hotnbres  o  niños,  aunque  fuese  de  enfermedades
            de  sus  Reyes  (como  lo  dice  otro  historiador)  porque  no  las  tenían  por  en-
            fermedades como  las  de  la gente común,  teníanlas  por  mensajeros,  como  ellos
            decían,  de  su  padre  el  Sol,  que  venían  a  llamar  a  su  hijo  para  que  fuese  a
            descansar  con  él  al  cielo,  y  así  eran  palabras  ordinarias  que  las  decían  aque•
            llos  Reyes  Incas  cuando  se  querían  morir:  ":Mi  padre  me  llama  que me  vaya
            a  descansar  con  él".  Y  por  esta  vanidad  que  predicaban,  porque  los  indios
            no  dudasen  de  ella  y  de  las  demás  cosas  que  a  esta  semejanza  decían  del
            Sol,  haciéndose  hijos  suyos,  no  consentían  contradecir  su  voluntad  con  sa-
            crificios  por  su  salud,  pues  ellos  mismos  confesaban  que  los  llamaba  para
            que  descansasen  con  él.  Y  esto  baste  para  que  se  crea  que  no  sacrificaban
            hombres,  niños  ni  mujeres,  y  adelante  contaremos  más  largamente  los  sa-
            crificios  comunes  y  particulares  que  ofrecían  y  las  fiestas  solemnes  que  ha-
            cían  al  Sol.
                Al  entrar  de  los  templos  o  estando  ya  dentro,  el  más  principal  de  los
            que  entraban  echaba  mano  de  sus  cejas,  como  arrancando  los  pelos  de  ellas,
            y,  que  los  arrancase  o  no,  los  soplaba  hacia  el  ídolo  en  señal  de  adoración  y
            ofrenda.  Y esta  adoración  no  la  hacían  al  Rey,  sino  a los  ídolos  o  árboles  o
            otras cosas  donde  entraba  el  demonio  a hablarles.  También  hacían  lo  mismo
            los  sacerdotes  y  las  hechiceras  cuando  entraban  en  los  rincones  y  lugares
            secretos  a  hablar  con  el  diablo,  como  obligando  aquella  deidad  que  ellos
            imaginaban  a  que  los  oyese  y  respondiese,  pues  en  aquella  demostración  le
            ofrecían  sus  personas.  Digo  que  también  les  ví  yo  hacer  esta  idolatría.
















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