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ciudad  y entró  en  ella  en  espacio  de  una  luna  (como  dicen  los  indios)  que
             habían  salido  de  ella;  porque  cuentan  los  meses  por  lunas.  Los  indios,  así
             los  leales  como  los  que  se  habían  rebelado,  quedaron  admirados  de  ver  la
             piedad  y  mansedumbre  del  príncipe,  que  no  lo  esperaban  de  la  aspereza  de
            su  condición;  antes  habían  temido  que,  pasada  la  victoria,  había  de  hacer
             alguna  grande  carnicería.  Empero  decían  que  su  Dios  el  Sol  le  había  man-
             dado  que  mudase  de  condición  y  semejase  a  sus  pasados.  Mas  lo  cierto  es
             que  el  deseo  de  la  honra  y  fama  puede  tanto  en  los  ánimos  generosos,  que
             les  hace  fuerza  a  que  truequen  la  brava  condición  y  cualquiera  otra  mala
             inclinación  en  la  contraria,  como  lo  hizo  este  príncipe,  para  dejar  el  buen
             nombre  que  dejó  entre  los  suyo~.
                 El  Inca  Viracocha  entró  en  el  Cuzco  a  pie,  por  mostrarse  soldado  más
             que  no  Rey;  descendió  por  la  cuesta  abajo  de  Carmenca,  rodeado  de  su
             gente  de  guerra,  en  medio  de  sus  dos  tíos;  los  maeses  de  campo  y  los  pri-
             sioneros  en  pos  de  ellos.  Fue  recibido  con  grandísima  alegría  y  muchas  acla-
             maciones  de  la  multitud  del  pueblo.  Los  Incas  viejos  salieron  a  recibirle  y
             adorarle  por hijo  del  Sol;  y después  de  haberle  hecho  el acatamiento  debido,
             se  metieron  entre  sus  soldados,  para  participar  del  triunfo  de  aquella  victo-
             ria.  Daban  a  entender  que  deseaban  ser  mozos  para  militar  debajo  de  tal
             capitán.  Su  madre,  la  Coya  Mama  Chicya,  y  las  mujeres  más  cercanas  en
             sangre  al  príncipe,  como  hermanas,  tías  y  primas  hermanas  y  segundas,  con
             otra  gran  multitud  de  Pallas,  salieron  por  otra  parte  a  recibirle  con  canta-
             res  de  fiestas  y  regocijo.  Unas  Je  abrazaban,  otras  le  enjugaban  el  sudor de
             la  cara,  otra  le  quitaban  el  polvo  que  traía,  otras  le  echaban  flores  y  yer-
             bas  olorosas.  De  esta  manera  fue  el  príncipe  hasta  la  casa  del  Sol,  donde  en-
             tró descalzo,  según la  costumbre de  ellos,  a  rendirle  las  gracias  de  la  victoria
             que le  había  dado.  Luego fue  a visitar las  vírgenes  mujeres del Sol  y habiendo
             hecho  estas  visitas,  salió  de  la  ciudad  a  ver  a  su  padre,  que  todavía  se  es-
             taba  en  la  angostura  de  Muina,  donde  lo  había  dejado.
                 El  Inca  Yáhuar  Huácac  recibió  al  príncipe,  su  hijo,  no  con  el  regocijo,
             alegría  y contento  que  se  esperaba  de  hazaña  tan  grande  y  victoria  tan  des-
             confiada,  sino  con  un  semblante  grave  y  melancólico,  que  antes  mostraba
             pesar que  placer.  O  que  fuese  de  envidia  de  la  famosa  victoria  del  hijo  o  de
             vergüenza  de  su  pusilanimidad  pasada  o  de  temor  que  el  príncipe  le  quitase
             el  reino,  por  haber  desamparado  la  casa  del  Sol  y  las  vírgenes  sus  mujeres,
             y  la  ciudad  imperial:  no  se  sabe  cuál  de  estas  tres  cosas  causase  su  pena,  o
             si  todas  tres  juntas.
                 En  aquel  acto  público  pasaron  entre  ellos  pocas  palabras,  más  después
             en  secreto,  hablaron  muy  largo.  Sobre  qué  fuese  la  plática  no  lo  saben  decir
             los  indios,  mas  de  que  por  conjeturas  se  entiende  que  debió  de  ser  acerca
             de  cuál  de  ellos  había  de  reinar,  si  el  padre  o  el  hijo,  porque  de  la  plática
             secreta  salió  resuelto  el  príncipe  que  su  padre  no  volviese  al  Cuzco,  por  ha-
             berla  desamparado.  Y  como  la  ambición  y  deseo  de  reinar,  en  los  príncipes,

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