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esté  tan  dispuesta  a  abrazar  cualquier  aparente  color,  bastó  sólo  esto  para
        quitar  el  reino  a  su  padre.  El  cual  dio  lugar  a  la  determinación  del  hijo,
        porque sintió inclinada  a su  deseo  toda  la  corte,  que  era  la  cabeza  del  reino;
        y po~  evitar escándalos  y guerras  civiles,  y  particularmente  por  que  no  pudo
        más, consintió en todo lo  que  el príncipe quiso  hacer  de él.  Con  este acuerdo
        trazaron  luego  una  casa  real,  entre  la  angostura  de  Muina  y  Quespicancha,
        en un sitio ameno  (que  todo  aquel  valle  lo  es),  con  todo  regalo  y delicias  que
         se  pudieron  imaginar  de  huertas  y  jardines  y  otros  entretenimientos  reales
        de  caza  y  pesquería;  que  al  levante  de  la  casa  pasa  cerca  de  ella  el  río  de
        Yúcay  y  muchos  arroyos  que  entran  en  él.
             Dada  la  traza  de  la  casa,  cuyas  reliquias  y  cimientos  hoy  viven,  se  vol-
         vió  el  príncipe  Viracocha  Inca  a  la  ciudad,  dejó  la  borla  amarilla  y  tomó  la
        colorada.  Mas,  aunque  él  la  traía,  nunca  consintió  que  su  padre  se  quitase
        la  suya;  que  de  las  insignias  se  hace  poco  caudal  como  falte  la  realidad  del
        imperio  y  dominio.  Acabada  de  labrar  la  casa,  le  puso  todos  los  criados  y
         el  demás  servicio  necesario;  tan  cumplido,  que  si  no  era  el  gobierno  del  reino
         no  le  faltó  al  Inca  Yáhuar  Huácac  otra cosa.  En  esta  vida  solitaria  vivió  el
         pobre  Rey  lo  que  de  la  vida  le  quedó;  desposeído  del  reino  por  su  propio
         hijo  y desterrado  en  el  campo  a hacer  vida  con  las  bestias,  como  poco  antes
         tuvo  él  al  mismo  hijo.
             Esta  desdicha  decían  los  indios  que  había  pronosticado  el  mal  agüero
         de  haber  llorado  sangre  en  su  niñez.  Decían  también,  razonando  unos  con
        otros,  volviendo  a  la  memoria  las  cosas  pasadas,  que  si  este  Inca,  cuando
         temía  la  mala  condición  del  hijo  y procuraba  remediarla,  cayera  en  darle  un
         poco  de  tósigo  (según  la  costumbre  de  los  tiranos,  y  como  lo  hadan  los
         hechiceros  de  algunas  provincias  de  su  Imperio),  quizá  no  se  viera  despo-
         seído  de  él.  Otros  que  hablaban  en  favor  del  príncipe,  no  negando  lo  mal
         que  lo  había  hecho  con  su  padre,  decían  que  también  pudiera  suceder  peor
         al  padre si  cayera  en  poder de  los  enemigos,  pues  les  había  vuelto  ya  las  es-
         paldas  y desamparado  la  ciudad;  que  le  quitaran  la  vida  y  el  reino,  la  suce-
         sión  de  los  hijos,  de  manera  que  perecieran  del  todo,  y  que  el  príncipe  lo
        había  remediado  con  su  buen  ánimo  y  valor.  Otros,  hablando  en  alabanza
         común  de  sus  Reyes,  decían  que  aquel  malhadado  Inca  no  había  caído  en  el
         remedio  del veneno  porque  todos  antes  cuidaban  en  quitarlo  del  mundo  que
         en  usar  de  él.  Otros,  que  se  tenían  por  religiosos,  encareciendo  más  la  no-
         bleza  y  generosidad  de  sus  Inca~,  decían  que,  aunque  le  advirtieran  del  re-
         medio  del  veneno,  no  usara  de  él,  porque  era  cosa  indigna  de  Incas,  hijos
        del  Sol,  usar  con  sus  hijos  lo  que  a  los  vasallos  prohibían  usar  con  los  ex-
         traños.  De  esta:  suerte  decían  otras  muchas  cosas  en  sus  pláticas,  como  a
        cada  uno  le  parecía  que  era  más  a  propósito.  Y  con  esto  dejaremos  al  Inca
         Llora  Sangre,  para  no  hablar  más  de  él.




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