Page 142 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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3 36 CONQUISTA DE HALICARNASO
diarias y bolas de pez sobre las máquinas demoledoras, pero un fuerte ataque
de Alejandro, apoyado desde lo alto de las torres de asedio con una granizada de
proyectiles y de piedras de gran tamaño, obligó a los enemigos a retirarse después
de una tenaz lucha; muchos de ellos, entre otros Efíaltes, quedaron en el sitio y
otros, en mayor número aún, sucumbieron al intentar huir saltando sobre los
escombros de la muralla derruida y entrar a la ciudad por las angostas puertas.
Entre tanto, por el otro lado, habían corrido al encuentro del enemigo dos regi
mientos de hipaspistas y alguna infantería ligera, al mando del oficia] de la
guardia Tolomeo; el combate fué largo y duro; ya habían quedado fuera de
combate el propio Tolomeo, el ciliarca de los hipaspistas Adaio, Clearco, el jefe
de los arqueros, y algunos otros macedonios importantes cuando, por fin, se logró
rechazar al enemigo; bajo el peso de aquella enorme masa de gentes que se reti
raban desordenadamente, se derrumbó el estrecho puente tendido sobre el foso,
en el fondo del cual encontraron la muerte muchos de los defensores de la ciudad,
unos aplastados por los que cayeron encima y otros rematados por los proyectiles
de los macedonios. Ante aquella desbandada general, los que habían quedado den
tro de la ciudad cerraron a toda prisa las puertas para que con los que venían hu
yendo no penetrasen en ella los macedonios; grandes racimos de fugitivos agol
pábanse a las puertas, sin armas, sin moral y sin salvación, a merced de los
sitiadores; fueron pasados todos a cuchillo. Los sitiados creían ver ya, llenos de
espanto, cómo los macedonios, inflamados de entusiasmo ante tan enormes
éxitos, se disponían a forzar las puertas y a irrumpir en la plaza; grande fué su
asombro cuando, en vez de esto, oyeron que las trompetas tocaban a retirada.
Todavía el rey se obstinaba en salvar la ciudad; confiaba en que después de
aquella jornada, que a él sólo le había costado cuarenta muertos y en la que el
enemigo había perdido más de mil hombres y que había demostrado bien a las
claras que un nuevo ataque significaría la caída de la plaza, los defensores de ésta
le enviarían sus parlamentarios, cuya llegada esperaba ansiosamente para poner
fin a aquella lucha monstruosa de griegos contra una ciudad griega.
Mientras tanto, dentro de la ciudad los dos comandantes en jefe, Memnón
y Otontopates, deliberaban acerca de las medidas que debían tomarse; no se les
escapaba que, en aquellas circunstancias, con una parte de la muralla ya derruida y
otra a punto de derrumbarse y con una guarnición debilitada por las muchas
bajas sufridas, el sitio no duraría ya mucho tiempo. Y, al fin y al cabo, ¿a qué
conducía el defender enconadamente aquella ciudad, la única, cuando ya todo
el país había caído? El puerto, que tenía gran importancia para la flota y que
debía ser defendido, podía ser asegurado sobradamente mediante la ocupación de
la Salmácida y la fortaleza del rey, situada delante de él, y manteniendo sus tro
pas en las plazas fuertes de la bahía cárica. Decidieron, pues, abandonar la plaza
a los sitiadores. Como a media noche, los centinelas macedonios vieron las llamas
de un enorme incendio subir por encima de las murallas; los fugitivos que salie
ron de la ciudad incendiada corriendo hacia el campo, informaron a los puestos
macedonios que estaban ardiendo la gran torre dirigida contra las máquinas de los