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24 TRAYECTORIA HISTORICA DE GRECIA
desarrollando con lo que era y tenía un país como aquél. Latían en él inmensos
elementos de fermentación, algunos de ellos capaces de transformar un mundo;
encerrados en el suelo patrio y aferrados tenazmente al modo de ser de quienes
lo habitaban, no podían hacer otra cosa que desgarrarse y - destruirse unos a
otros, como aquella simiente maldita de Cadmo. La salvación sólo podía estar
en que se pusiera fin a sus caóticas discordias intestinas, en que supiera abrirse
ante aquellas fuerzas pugnantes entre sí un nuevo y amplio campo de fecundas
actividades, capaz de inflamar en grandes pensamientos todas las nobles pasiones,
de dar salida, aire y luz a toda aquella plétora de impulsos vitales, cuya esencia
manteníase todavía intacta.
Desde que las victorias de Lisandro habían derrocado el antiguo poder de
Atenas, el peligro exterior que amenazaba al mundo griego no había hecho más
que crecer por todas partes; el helenismo, escindido más que nunca en círculos
completamente distintos, fué perdiendo más y más en todas sus fronteras nacio
nales. Los helenos de Libia hubieron de retroceder, ante los avances de los
púnicos, hasta más acá de la Sirte; los de Sicilia viéronse obligados a ceder a
los mismos cartagineses la gran mitad occidental de la isla, los de Italia fueron
desapareciendo, un eslabón tras otro, ante la acometividad de las tribus del
Apenino. Los bárbaros de las tierras bañadas por el Danubio inferior, acosados
por los celtas que habían quedado remansados en Italia, empezaban a hacer
esfuerzos por abrirse paso hacia el sur. Las ciudades helénicas situadas en las
costas occidentales y septentrionales del Ponto defendíanse a duras penas de
los tribalos, los getas y los escitas, y entre las de las costas meridionales sólo una,
Heraclea, se hacía fuerte en la tiranía instaurada allí por un discípulo de Platón.
Las otras ciudades griegas del Asia Menor hallábanse bajo la férula del rey persa,
domeñadas y explotadas más o menos despóticamente por sus sátrapas y dinastas
y por oligarcas sumisos al dominador extranjero. Y la influencia persa llegaba
también a las ricas islas cercanas a la costa; la paz de Antálcidas había puesto
en manos de la corte de Susa y de las cortes de los sátrapas la palanca que,
explotando hábilmente las discordias intestinas de los estados dirigentes, les
permitía ir desintegrando cada vez más el helenismo y atraer todos los elementos
aptos para la guerra que se les antojase, puesto que los grandes conflictos políti
cos eran dirimidos allí por las “órdenes” del gran rey.
La idea de la lucha nacional contra el imperio persa no llegó a borrarse
jamás de la conciencia de los helenos; era para éstos lo que durante varios siglos
sería para la cristiandad occidental la lucha contra los infieles. Hasta la misma
Esparta había procurado, por lo menos durante algún tiempo, encubrir su
ambición de mando y su codicia bajo esta larva; y Jasón de Feres trataba de
justificar la tiranía instaurada por él con la lucha nacional que se disponía a
emprender. Cuanto más claramente se revelaban la impotencia y los trastornos
interiores de aquel imperio gigantesco y más fácil y rentable se consideraba la
empresa de destruirlo, más se generalizaba y se afianzaba la esperanza, la segu
ridad de que se haría. No importa que Platón y su escuela se esforzaran en