Page 34 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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24                TRAYECTORIA  HISTORICA  DE  GRECIA

      desarrollando  con  lo  que  era  y  tenía  un  país  como  aquél.  Latían  en  él  inmensos
      elementos  de  fermentación,  algunos  de  ellos  capaces  de  transformar  un  mundo;
      encerrados  en  el  suelo  patrio  y  aferrados  tenazmente  al  modo  de  ser  de  quienes
      lo  habitaban,  no  podían  hacer  otra  cosa  que  desgarrarse  y - destruirse  unos  a
      otros,  como  aquella  simiente  maldita  de  Cadmo.  La  salvación  sólo  podía  estar
      en  que  se  pusiera  fin  a  sus  caóticas  discordias  intestinas,  en  que  supiera  abrirse
      ante  aquellas  fuerzas  pugnantes  entre  sí  un  nuevo  y  amplio  campo  de  fecundas
      actividades,  capaz de  inflamar en  grandes  pensamientos  todas  las  nobles  pasiones,
       de  dar  salida,  aire  y luz  a  toda  aquella  plétora  de  impulsos  vitales,  cuya  esencia
      manteníase todavía  intacta.
          Desde  que  las  victorias  de  Lisandro  habían  derrocado  el  antiguo  poder  de
       Atenas,  el  peligro  exterior  que  amenazaba  al  mundo  griego  no  había  hecho  más
       que  crecer por  todas  partes;  el  helenismo,  escindido  más  que  nunca  en  círculos
       completamente  distintos,  fué  perdiendo  más  y  más  en  todas  sus  fronteras  nacio­
       nales.  Los  helenos  de  Libia  hubieron  de  retroceder,  ante  los  avances  de  los
       púnicos,  hasta  más  acá  de  la  Sirte;  los  de  Sicilia  viéronse  obligados  a  ceder  a
       los  mismos  cartagineses  la  gran  mitad  occidental  de  la  isla,  los  de  Italia  fueron
       desapareciendo,  un  eslabón  tras  otro,  ante  la  acometividad  de  las  tribus  del
       Apenino.  Los  bárbaros  de  las  tierras  bañadas  por  el  Danubio  inferior,  acosados
       por  los  celtas  que  habían  quedado  remansados  en  Italia,  empezaban  a  hacer
       esfuerzos  por  abrirse  paso  hacia  el  sur.  Las  ciudades  helénicas  situadas  en  las
       costas  occidentales  y  septentrionales  del  Ponto  defendíanse  a  duras  penas  de
       los  tribalos,  los  getas y los  escitas,  y  entre las  de las  costas  meridionales  sólo  una,
       Heraclea,  se  hacía  fuerte  en la  tiranía  instaurada  allí  por  un  discípulo  de  Platón.
       Las  otras  ciudades griegas  del Asia Menor hallábanse  bajo  la  férula  del  rey  persa,
       domeñadas y  explotadas  más  o  menos  despóticamente  por  sus  sátrapas  y  dinastas
       y  por  oligarcas  sumisos  al  dominador  extranjero.  Y  la  influencia  persa  llegaba
       también  a  las  ricas  islas  cercanas  a  la  costa;  la  paz  de  Antálcidas  había  puesto
       en  manos  de  la  corte  de  Susa  y  de  las  cortes  de  los  sátrapas  la  palanca  que,
       explotando  hábilmente  las  discordias  intestinas  de  los  estados  dirigentes,  les
       permitía ir  desintegrando  cada  vez más  el  helenismo  y  atraer  todos  los  elementos
       aptos  para  la  guerra  que  se  les  antojase,  puesto  que  los  grandes  conflictos  políti­
       cos eran dirimidos allí por las  “órdenes”  del  gran  rey.
           La  idea  de  la  lucha  nacional  contra  el  imperio  persa  no  llegó  a  borrarse
       jamás  de la  conciencia  de los  helenos;  era  para  éstos  lo  que  durante  varios  siglos
       sería  para  la  cristiandad  occidental  la  lucha  contra  los  infieles.  Hasta  la  misma
       Esparta  había  procurado,  por  lo  menos  durante  algún  tiempo,  encubrir  su
       ambición  de  mando  y  su  codicia  bajo  esta  larva;  y  Jasón  de  Feres  trataba  de
       justificar  la  tiranía  instaurada  por  él  con  la  lucha  nacional  que  se  disponía  a
       emprender.  Cuanto  más  claramente  se  revelaban  la  impotencia  y  los  trastornos
       interiores  de  aquel  imperio  gigantesco  y  más  fácil  y  rentable  se  consideraba  la
       empresa  de  destruirlo,  más  se  generalizaba  y  se  afianzaba  la  esperanza,  la  segu­
        ridad  de  que  se  haría.  No  importa  que  Platón  y  su  escuela  se  esforzaran  en
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