Page 403 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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400 DISGREGACION DE PARTIDOS EN ATENAS
sición no era tan absurda ni tan condenable como pudiera parecemos hoy, a la
luz de nuestra sensibilidad, basada en principios monoteístas, ni dejaba de tener
tampoco un carácter político muy esencial. El paganismo helénico estaba acos
tumbrado desde hacía ya mucho tiempo a considerar los dioses desde un punto
de vista antropomorfo, como lo demuestran las palabras del antiguo pensador:
“Los dioses son hombres inmortales, los hombres dioses mortales.” Ni la historia
sagrada ni la dogmática descansaban sobre la base firme de doctrinas reveladas,
reconocidas de una vez por todas como de origen divino; no había para las cosas
religiosas ninguna otra norma ni forma que los sentimientos y las opiniones de
los hombres tal como eran y como se iban desarrollando en la convivencia social,
y al lado de ellas los preceptos de los oráculos y las múltiples interpretaciones de
augurios y presagios, las cuales limitábanse también a indicar, como el corcho que
flota sobre la corriente, el movimiento que las impulsaba. Y si el oráculo del
Zeus Ammón, a pesar de las burlas que rodeaban este asunto, había proclamado
a Alejandro como hijo de Zeus, si Alejandro, considerado como del linaje de
Heracles y Aquiles, había conquistado y transformado un mundo, si en realidad
sus hazañas empequeñecían las legendarias de Heracles y Dionisos y si la cultura
había ido desacostumbrando a los espíritus desde hacía largo tiempo de las pro
fundas necesidades religiosas y sólo había conservado de los honores y las fiestas
tributados a los dioses las diversiones, la ceremonias externas y su significación
desde el punto de vista del calendario, es indudable que la idea de rendir honores
divinos a un hombre y deificarlo no podía repugnar al espíritu de los griegos de
esta época. Lejos de ello, esta idea era perfectamente natural, vista a través de las
concepciones de aquellos tiempos, como lo demuestran hasta la saciedad las dé
cadas siguientes; lo que ocurre es que Alejandro fué el primero que reclamó para
sí lo que después de él podían obtener a bien poca costa de los helenos y, sobre
todo, de los atenienses los príncipes más insignificantes y los hombres más viles.
Y aunque unos piensen que Alejandro creía en su propio carácter divino y otros
consideren que sólo veía en ello una medida de tipo policíaco, lo cierto es que
pronunció, o por lo menos se le atribuyen, estas palabras: “Cierto que Zeus es
padre de todos los hombres, péro sólo a los mejores los convierte en sus hijos.”
Los pueblos orientales están acostumbrados a adorar a su rey como a un ente
de origen superior, y no cabe duda de que esta creencia, cualesquiera que sean
las transformaciones experimentadas por la necesidad de ella con arreglo a las
costumbres y a los prejuicios de los siglos, constituye la base de toda monarquía
y hasta de toda forma de señorío y dominación. Hasta las aristocracias dóricas
de la antigüedad concedían este privilegio, frente al pueblo formado por los súbdi-
fSsTalós descendientes de los héroes epónimos, y la democrática Atenas fundaba
en un prejuicio absolutamente análogo contra los esclavos la posibilidad de una
libertad al lado de la cual la- monarquía de Alejandro tiene, por lo menos, el mé
rito de no considerar a los bárbaros como esclavos por el mero hecho de serlo.
Alejandro recibía de los bárbaros la “adoración” que estaban acostumbrados a
rendir a su rey, al “hombre igual a dios” . Y si el mundo helénico había de encon