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Esta manera de partir hubiera confirmado las opiniones de

                  José sobre los que suponía galantes devaneos de su

                  compañera de servicio, a no haberle dado una garantía de mi


                  respetabilidad el dulce sonido de un soberano de oro que arrojé

                  a sus pies.


                  De regreso, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia.


                  Observé cuánto había avanzado en seis meses la paulatina

                  ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros

                  agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá sobresalían pizarras

                  sobre el alero, lentamente desgastado por las lluvias del otoño.



                  No tardé en descubrir las tres lápidas sepulcrales, colocadas en

                  un talud, cerca del páramo. La de en medio estaba amarillenta

                  y cubierta de matorrales, la de Linton sólo adornada por el


                  musgo y la hierba que crecía a su pie, y la de Heathcliff, todavía

                  completamente desnuda.


                  Yo no me detuve a su lado, bajo el cielo sereno. Y siguiendo con

                  los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las


                  campánulas y escuchando el rumor de la suave brisa entre el

                  césped, me admiró que alguien pudiera atribuir inquietos

                  sueños a los que dormían en tumbas tan apacibles.
























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