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Y el viejo trató de imitar su mueca para mofarse de él. Por su

                  aspecto, creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del

                  lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de


                  rodillas y levantando las manos al cielo, dio gracias a Dios de

                  que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los

                  derechos que les correspondían.



                  El suceso me dejó anonadada, y sin querer recordé con tristeza

                  los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se

                  disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver,

                  llorando amargamente. Apretaba la mano del muerto, besaba


                  su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y

                  mostraba el dolor sincero que brota siempre de los pechos

                  nobles, aunque sean duros como el acero bien templado.



                  El señor Kennett se vio bastante perplejo para diagnosticar las

                  causas de la muerte. No le hablé de que el amo había pasado

                  sin comer los cuatro últimos días para evitar que esto acarreara

                  complicaciones. Por mi parte, estoy segura de que aquello fue


                  efecto y no causa de su singular enfermedad.


                  Le dimos sepultura como había ordenado, no sin que el

                  vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los


                  seis hombres que transportaban el ataúd compusimos todo el

                  cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después que se

                  bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún.

                  Hareton, con la cara arrasada en lágrimas, cubrió la tumba de


                  verde hierba. Ahora creo que su sepulcro está tan florido como

                  los otros dos que se hallan junto a él, y espero que también su





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