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—Quiero hacerle unas consultas sobre cosas legales ahora que
todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi
testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no
poder hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra.
—No diga eso, señor Heathcliff —respondí—, y déjese de
testamentos. Aún le quedará tiempo de arrepentirse de las
muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creí posible
que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es
que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera
resistido ni un coloso. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y
verá que le urgen una y otra cosa. Tiene usted chupadas las
mejillas y los ojos inyectados en sangre. ¡Claro! Está muerto de
hambre y de sueño...
—No creas que no como ni duermo porque dependa de mí. No
lo hago deliberadamente. En cuanto pueda, comeré y dormiré.
Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que nade
cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella y ya
descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y
respecto a mis injusticias, como no he cometido ninguna, de
ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz, y, sin
embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serlo. La felicidad
de mi alma aniquila mi cuerpo, y, no obstante, no le basta con
lo que tiene...
—¡Extraña felicidad es la suya, señor! —comenté. —Si usted
quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo que le
permitiría sentirse más dichoso.
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