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—¿Qué consejo? Dámelo.


                  —Ya sabe usted, señor Heathcliff, que desde los trece años ha

                  vivido usted una vida egoísta e impía. Seguramente que desde


                  entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted de haber

                  olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará

                  volverlas a repasar. ¿Qué habría de malo en llamar a un


                  sacerdote para que le recordase las enseñanzas de Cristo y le

                  hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo

                  mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que

                  no se arrepienta antes de morir?



                  —Más que enfadarme, te agradezco que me hables de eso,

                  Elena, porque así me recuerdas que tengo que darte

                  instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al


                  atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece

                  bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las

                  instrucciones que le di. No hace falta que acuda cura alguno ni

                  que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi


                  cielo, y si algún otro hay, no me interesa nada!


                  —¿Y si por empeñarse en no comer se muriese y por esa causa

                  no le quisieran enterrar en tierra sagrada? —observé,


                  disgustada de su indiferencia.


                  —¿Qué le parecería?


                  —No se dará ese caso —contestó—, pero, si ocurre, ocúpate de

                  que me entierren allí en secreto. Y si no lo haces así, ya te










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