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ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba
Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por ella a
raudales.
«Si estuviese en la cama —dije para mí—, se hubiera calado.
Debe de haberse levantado o salido. ¡Vaya, voy a verle sin más
miramientos!» Encontré otra llave que servía para abrir la
puerta de la habitación, y entré. No viendo a nadie en el cuarto
separé los paneles corredizos del lecho de tablas. El señor
Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios
una especie de sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un
modo agudo y feroz. El corazón se me heló.
Pero no podía creer que estuviese muerto. Mas su cabeza y su
cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando, y él no se
movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se
agitaban de un lado a otro y le habían lastimado una mano que
tenía apoyada en el alféizar. No obstante, no sangraba. Cuando
le toqué, no dudé más. Estaba muerto y rígido. Cerré la ventana,
separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de
cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero
no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes,
brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada,
llamé a José. El viejo alborotó y rezongó y se negó en redondo
a hacer nada con el cadáver.
¡El diablo se ha llevado su alma! —gritó. — ¡Y por lo que
dependa de mí, también cargará con sus restos! ¡Mira qué
malvado! Está enseñando los dientes a la Muerte...
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