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—¡Señor Heathcliff! —grité. —Me mira usted como si estuviese
contemplando una visión del otro mundo. ¡Por amor de Dios!
—Y tú habla más bajo, por amor de Dios también — contestó. —
Mira alrededor y dime si estamos solos.
—Desde luego —contesté— desde luego que sí.
Pero, no obstante, miré como si lo dudara. Él separó el tazón y
lo demás y apoyó los codos sobre la mesa.
Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared,
sino como a unos dos metros de distancia. Viese lo que viese,
ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo
menos, lo parecía, a juzgar por la expresión de su rostro. Lo que
creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff
cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de
convencerle de que comiese, pero estérilmente. Cuando a
veces, atendiendo a mis ruegos, tendí la mano hacia un trozo
de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y
enseguida se olvidaba de ello.
Me senté pacientemente y procuré distraerle de su obsesión. Al
fin se levantó disgustado y me dijo que yo le impedía comer en
paz. Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y
me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al
jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció a través
de la verja.
Transcurrieron las horas muy angustiosamente para mí y otra
vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no pude conciliar el
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