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preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en
su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero,
concluyendo todo con poner únicamente: «Heathcliff», ya que
no tenía apellido conocido. Y, en verdad, esto sucedió así, como
verá usted, señor Lockwood, si entra en el cementerio.
Con la aurora recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver
si en el jardín había huellas, pero no vi nada.
«Se habrá quedado en casa», pensé.
Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo
tomaran primero. Optaron por desayunar en el jardín, bajo los
árboles, y les llevé allí una mesa.
Cuando entré otra vez en la casa, encontré el amo hablando
con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras y precisas
instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy
deprisa y daba otras exageradas muestras de excitación. José
salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé un tazón
de café. Lo aproximó hacia sí, apoyó mirar a la pared de
enfrente, examinándola de arriba abajo con tal concentración,
que hasta suspendió la respiración durante medio minuto.
—Coma —exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan—
coma y tome el café antes de que se enfríe. Lo tiene usted
delante hace una hora...
No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que
hubiera preferido verle rechinar los dientes antes de sonreír de
aquella manera.
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