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—Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro
y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos
de pararme un momento para mirarle.
—Pues ¿qué le pasaba?
—Estaba muy excitado, alegre, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto
muy poco!
—Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos —dije yo, tan
extrañada como ella. — Y como ver al amo alegre no era un
espectáculo ordinario, me las imaginé para buscar un pretexto
y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y
temblando. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que
cambiaba completamente su semblante.
—¿Le sirvo el desayuno? —pregunté. —Después de andar por
ahí fuera toda la noche, debe usted de estar hambriento.
Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no
me atrevía a hacerlo directamente.
—No tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza. Hablaba
con displicencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el
motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento
fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.
—No creo que haga usted bien en salir —le amonesté— a la
hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy
húmedo. Va a coger usted un enfriamiento o unas fiebres. ¡A lo
mejor lo ha cogido ya!
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