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C A P Í T U L O XXXIV
A los pocos días, el señor Heathcliff comenzó a prescindir de
comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a
Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por
ausentarse él y, al parecer, le bastaba con comer una vez cada
veinticuatro horas.
Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le sentí
bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había
regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y
hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba, y los
manzanos que hay junto a la tapia del lado del sur estaban en
flor. Cati, después de desayunarse, se empeñó en que yo
cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después
persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y
arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a
aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo
azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la
señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger
raíces de primorosa para su plantación, volvió diciendo que
había visto llegar al señor Heathcliff.
—Y, además, me ha hablado —agregó, asombrada.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hareton.
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