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con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya dieciocho años y
él veintitrés, ambos tenían aún mucho que aprender.
Ambos levantaron simultáneamente la vista y se encontraron
con la del señor Heathcliff. No sé si ha notado usted lo
semejantes que ambos tienen los ojos: son idénticos a los de
Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su madre más que en
esto, y si acaso en la anchura de la frente y en ciertos detalles
de la nariz que, sin que ella se lo proponga, le hacen parecer
altanera. Hareton se parece aún más a Catalina Earnshaw.
Siempre lo habíamos notado, pero en aquella época, en que sus
sentidos y sus facultades mentales se habían despertado, la
semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido
desarmara a Heathcliff. Se acercó a la lumbre y, al mirar al
joven, su agitación cambió de sentido. Le cogió el libro que
tenía en la mano, y después de examinarlo se lo devolvió. Hizo
señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a
seguirles, pero Heathcliff me retuvo.
—¡Qué desenlace más pobre! ¿No es cierto? —me dijo después
de reflexionar un poco sobre la escena que había presenciado.
—Es una consecuencia bastante absurda de mis violentos
esfuerzos. Después de que me proveo de herramientas
suficientes para echar abajo las dos casas y me entrego a unos
trabajos casi hercúleos, resulta que me falta la voluntad para
consumar mi obra. He vencido a mis antiguos enemigos y
ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus
descendientes. Pero ¿para qué? No me interesa ya ni quiero
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