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—¿Qué? —preguntó el amo.
Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de
contemplarle un instante, volvió a quedar taciturno y se sumió
en su comida y en sus meditaciones. Ter—minábamos ya y los
jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó mi
temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la
puerta. Le temblaban los labios y le fulguraban los ojos.
Comprendí que había descubierto el atentado cometido contra
sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las
mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de
entender sus palabras:
—Quiero cobrar mi sueldo e irme. Había soñado morir en la
casa en que he servido sesenta años, y me proponía, para estar
tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a
ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a la lumbre,
pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el
jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la
cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa
costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas
cargas. Prefiero ganarme el pan picando piedra en los caminos.
—¡Silencio, idiota! —interrumpió Heathcliff. —¿Qué te ha hecho?
Yo no quiero saber nada de tus peleas con Elena. Por mí, que te
tire a la carbonera, si se le antoja.
—No se trata de Elena —dijo José. — No me iría por Elena, a
pesar de que es una malvada. Gracias a Dios, no puede
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