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pobre hombre se escandalizó al ver a Cati y a Hareton sentados
juntos, y a ella apoyando su mano en el hombro de su primo.
Tan asombrado quedó, que ni siquiera supo exteriorizar su
sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras
abría su Biblia sobre la mesa y apilaba sobre ella los sucios
billetes de Banco, que eran el producto de sus transacciones en
la feria. Finalmente, llamó a Hareton.
—Toma ese dinero, muchacho, y llévaselo al amo —dijo. —Ya no
podremos seguir aquí. Tenemos que buscarnos otro sitio donde
estar.
—Vámonos, Catalina —dije yo a mi vez—, ya he acabado de
planchar.
—Todavía no son las ocho —respondió la joven, levantándose a
su pesar.
—Voy a dejar ese libro en la chimenea, Hareton, y mañana
traeré más.
—Cuantos libros traiga usted, los llevaré al salón —intervino
José—, y milagro será que vuelva usted a verlos. Así que haga
lo que le parezca.
Catalina le amenazó con que los libros de José responderían de
los daños que pudieran sufrir los suyos, se rio al pasar al lado
de Hareton y subió a su cuarto con el corazón menos oprimido
que hasta entonces. La intimidad entre los muchachos se
desarrolló rápidamente aunque tuvo algunos eclipses. El buen
deseo no era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la
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