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—Eres una embustera —aseguró Earnshaw. —¡Después de
haberle incomodado tantas veces por defenderte! Y eso a pesar
de que me hacías enfadar y te burlabas de mí... Si sigues
molestándome, iré a decirle que he tenido que marcharme de
aquí por culpa tuya.
—Yo no sabía que me defendieras —contestó ella, secándose
los ojos—, me sentía desgraciada y os odiaba a todos. Pero
ahora te lo agradezco y te pido perdón. ¿Qué más quieres que
haga?
Se acercó al hogar y le alargó la mano. Hareton se puso
sombrío como una nube de tormenta, apretó los puños y miró al
suelo. Pero ella comprendió que aquello no era odio, sino
testarudez, y, después de un instante de indecisión, se inclinó
hacia él y le besó en la mejilla. Enseguida, creyendo que yo no
la había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en
señal de censura, y ella murmuró:
—¿Qué iba a hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la
mano, y no he sabido probarle de otro modo que le quiero y
que deseo que seamos buenos amigos.
Hareton tuvo la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a
alzar no sabía dónde poner los ojos.
Catalina empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con
una cinta, escribió en el envoltorio estas palabras: «Al señor
Hareton Earnshaw», y me encargó que yo entregase el regalo al
destinatario.
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