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Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al
suelo, amenazándola con partirle la cabeza si no le dejaba en
paz.
—Bueno, me voy a acostar —dijo ella. Lo dejo en el cajón de la
mesa.
Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese
atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero, con gran
sentimiento de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la
pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de
paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el
mal. Mientras yo planchaba o hacía cualquier cosa, Cati solía
leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba
presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes
de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se
mantenía terco como un mulo, y no picaba el anzuelo. Los días
lluviosos se sentaba al lado de José, y los dos permanecían
quietos como estatuas al calor de la lumbre. Si la tarde era
buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se
empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se
marchaba al patio o al jardín, y acababa echándose a llorar.
El señor Heathcliff se hundía cada vez más en su misantropía y
casi no permitía a Hareton que apareciese por la sala. El
muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le
relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Merodeando por el
monte, se le disparó la escopeta, y la carga le hirió en un brazo.
Cuando llegó a casa, había perdido mucha sangre.
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