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El locutor masculino volvió a reanudar su lectura. Era un hombre
joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y
tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de
satisfacción, y sus ojos abandonaban con frecuencia la página
para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en
su hombro y le asestaba un cariño—so golpecito cada vez que
su poseedora descubría semejantes faltas de atención. La
dueña de la mano estaba en pie detrás del joven, y a veces sus
cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su
compañero. Y su cara... Pero era una suerte que él no pudiese
verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad.
En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho
pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo
más que limitarme a mirar aquella sorprendente belleza.
Terminada la lección, en la que no faltaron algunos tropezones
más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma
de cinco besos, que tuvo la generosidad de devolver. A
continuación se acercaron a la puerta, y por todo lo que
hablaban, saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos.
Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa
que permaneciera su boca, me desearía los más crueles
tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante
me presentaba yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la
cocina.
Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena
Dean, cosiendo y cantando una canción, frecuentemente
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