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Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La
parda iglesia me pareció aún más parda y el desolado
cementerio más desolado aún. Una oveja pacía el exiguo
césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no
me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiera estado la
estación tan adelantada creo que me hubiese sentido tentado a
quedarme una temporada allí.
En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada
más agradable que aquellos bosquecillos escondidos entre los
montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.
Alcancé la Granja antes de ponerse el sol y llamé a la puerta.
Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la
ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me
sintieron. Entonces entré en el patio. En la puerta, una niña de
nueve a diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja
fumaba una pipa.
—¿Está la señora Dean? —pregunté a la anciana.
— ¿La señora Dean? No. Vive en las Cumbres.
—¿Es usted la guardiana de la casa?
—Sí —contestó.
—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar
aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?
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