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—Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que
me propongo ver en su cara el rostro de su padre veo el de ella.
Me es insoportable mirarle.
Bajó la vista y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una
expresión de inquietud que las otras veces no observara, y me
pareció más delgado. Su nuera, al verle entrar, había huido a la
cocina.
—Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood —
dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo—, aunque hasta cierto
punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro
inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he
preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.
—Sospecho que por un capricho tonto, como es un necio
capricho el que ahora me aconseja marcharme —contesté. Me
vuelvo a Londres la semana próxima, y creo oportuno advertirle
que no me propongo renovar el contrato de la Granja de los
Tordos cuando venza. No pienso volver a vivir allí más.
—¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si
espera usted que le condone los alquileres de los meses que le
faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos
jamás.
—No he venido a pedirle que renuncie a nada —respondí
incomodado. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué: Si
quiere, liquidaremos ahora mimo.
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