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mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la
memoria, y de eso sí que no podéis privarme.
Hareton se ruborizó cuando su prima reveló el robo de sus
riquezas literarias y desmintió enérgicamente sus acusaciones.
—Quizás el señor Hareton siente deseos de emular su saber,
señora —dije yo, acudiendo en socorro del joven, y se prepara a
ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.
—¡Sí, y que entretanto me embrutezca yo! —alegó Cati. —Es
verdad: a veces le oigo cuando intenta deletrear, ¡y dice cada
tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer?
Me di cuenta cuando apelabas al diccionario para comprender
lo que significaba aquella palabra, y te oí jurar y maldecir
cuando no comprendiste nada.
Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su
ignorancia y a la vez de sus esfuerzos para corregirla. Yo
compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la
señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las
tinieblas en que le habían educado, comenté:
—Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y raro
es el que no haya tropezado en el umbral del conocimiento. Si
entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros,
aún seguiríamos dando tropezones.
—Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse —repuso
ella—, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me
pertenece, y profanarlo con sus errores y faltas de
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