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incultos, pero susceptibles, sentimientos de amor propio de su

                  primo, y a éste no se le ocurría otro argumento que aquel tan

                  contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y


                  los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este holocausto que

                  hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que

                  mientras los veía arder recordaba el placer que su lectura le

                  había producido, y también pensé en el entusiasmo con que


                  había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a

                  trabajar y a hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó

                  en su camino. El desprecio que ella le demostraba y la


                  esperanza de que algún día le felicitase habían sido los motivos

                  de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella

                  premiaba sus esfuerzos con burlas.


                  —¡Mira para lo que le valen a un bruto como tú! —gimió


                  Catalina, chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio

                  con indignados ojos.


                  —Más te valdría callar —repuso furioso.



                  Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle

                  pasar; pero en el mismo umbral se tropezó con el señor

                  Heathcliff, que llegaba en aquel momento y que le preguntó,


                  poniéndole una mano en el hombro:


                  — ¿Qué te pasa, muchacho?


                  —Nada —contestó el joven. Y se alejó para devorar a solas su

                  pena. Heathcliff le miró y murmuró, ignorando que yo estaba


                  allí al lado:






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