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C A P Í T U L O XXXI
El día de ayer fue claro, frío y sereno. Como me había
propuesto, fui a las Cumbres. La señora Dean me rogó que
llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no
creo que haya en ello segunda intención. La puerta principal
estaba abierta, pero la verja, no. Llamé a Earnshaw, que estaba
en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se
hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente.
Cualquiera diría que él se empeñaba en deslucir sus cualidades
con su zafiedad.
Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff, y me dijo que no;
pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté
que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me
acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para
sustituir al dueño de la casa.
Entramos. Vi a Cati cocinando unas legumbres. Me pareció aún
más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no
levantó la vista para mirarme y continuó su faena sin
saludarme ni con un ademán.
«No veo que sea tan afable —reflexioné yo— como se empeña
en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un
ángel, no» Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas
a la cocina.
—Llévalas tú —contestó la joven.
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