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hacía, y más bien como un niño que se resuelve a tocar lo que

                  está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de

                  sus rizos, más suavemente que lo hubiera hecho un pájaro. Ella


                  dio un salto como si le hubieran clavado un cuchillo en la

                  garganta.


                  —¡Vete! ¿Cómo te atreves a tocarme? —gritó, disgustadísima. —


                  ¿Qué haces ahí plantado? ¡No puedo soportarte! Si te acercas,

                  me voy.


                  El señor Hareton retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil. Ella

                  siguió absorta en los libros. Al cabo de media hora Hareton me


                  dijo por lo bajo:


                  —Ruégale que nos lea alto, Zillah... Estoy aburrido de no hacer

                  nada, y me gustaría oírla. No digas que soy yo quien se lo pide.

                  Hazlo como cosa tuya.



                  —El señor Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita

                  —me apresuré a decir. Se lo agradecería mucho.


                  Ella frunció las cejas y contestó:



                  —Pues di al señor Hareton que no acepto ninguna de las

                  amabilidades hipócritas que me hagáis. ¡Os desprecio y no

                  quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado hasta

                  la vida por una palabra afectuosa, os mantuvisteis apartados


                  de mí. No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío,

                  pero no para entreteneros ni para disfrutar de vuestra

                  compañía.









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