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que se sentía mal, lo que no me extrañó, y se lo indiqué al señor
Heathcliff. Este me dijo:
—Bueno, déjala que descanse. Sube de cuando en cuando a
llevarle lo que necesite, y después del entierro, cuando creas
que esté mejor, avísamelo.
Zillah siguió diciéndome qué Catalina había continuado metida
en su cuarto durante quince días. Ella le visitaba dos veces
diarias y procuraba mostrarse amable con la señorita, pero
ésta la rechazaba violentamente. Heathcliff subió a verla una
vez para mostrarle el testamento de Linton. Ce— día a su padre
todos sus bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le
habían obligado a firmar aquello mientras Cati estaba con su
padre el día que éste falleció. La herencia se refería a los bienes
muebles, ya que las tierras, por ser menor de edad, no tenía
Linton derecho a le—garlas. Pero Heathcliff ha hecho valer
también sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y
en el suyo propio. Creo que legalmente tiene razón; pero, en
todo caso, como Catalina carece de dinero y de amigos, no ha
podido disputárselas.
—Sólo yo —siguió diciéndome Zillah—, excepto esa vez que
subió el amo, iba a su cuarto. Nadie se ocupaba de ella. El
primer día que bajó al salón fue domingo por la tarde. Al llevarle
la comida me había dicho que no podía soportar el frío que
hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir a la Granja de los
Tordos y que Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en
cuanto sintió el trote del caballo de Heathcliff, bajó, vestida de
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