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grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como
cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un
desgraciado, como Linton.
»Si me hallaba en el salón con Hareton, se me figuraba que la
vería cuando saliese. Cuando paseaba por los pantanos creía
que la encontraría al volver. En cuanto salía de casa regresaba
creyendo que ella debía de andar por allá. Y si se me ocurría
pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban.
Dormir allí resultaba imposible. En cuanto cerraba los ojos, la
sentía al otro lado de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las
tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la misma
almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces abría los
ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir, y
cada vez sufría una desilusión más. Esto me aniquilaba hasta el
punto de que a veces lanzaba gritos, y el viejo tuno de José me
creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy
más sosegado. ¡Bien me ha atormentado durante dieciocho
años, no centímetro a centímetro, sino por fracciones del
espesor de un cabello, engañándome año tras año con una
esperanza que no se había realizado nunca!
Heathcliff salió y se secó la frente, húmeda de sudor. Sus ojos
contemplaban las rojas brasas del fuego. Tenía las cejas
levantadas hacia las sienes, y una apariencia de dolorosa
tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se
dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel
modo de expresarse.
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