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—Tendrás que compadecerte de ti misma —replicó su suegro—

                  si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas, bruja, y vente.


                  Ella se fue. Yo comencé a rogarle que me permitiera ir a


                  Cumbres Borrascosas para hacer los menesteres de Zillah,

                  mientras ésta se encargaba de mi puesto en la Granja, pero él

                  se negó rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el


                  cuarto. Al ver los retratos, dijo:


                  —Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para

                  nada, pero...


                  Se acercó al fuego, y con una que llamaré sonrisa, ya que no


                  habría palabras con que definirlo, si no, dijo:


                  —Te voy a contar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que

                  cavaba la fosa de Linton que quitase la tierra que cubría el


                  ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme

                  de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la misma! El enterrador

                  me dijo que se alteraría si seguía expuesta al aire. Arranqué

                  entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco


                  con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera

                  soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero

                  para que cuando me entierren a mí quite también el lado

                  correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una


                  sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá distinguirnos.


                  —Es usted un malvado —le dije. —¿No le da vergüenza turbar el

                  reposo de los muertos?










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