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—Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con
nosotros...
Y no hizo ni un movimiento ni dijo una palabra más. Su mirada
continuaba estática y fija. El pulso le fue faltando
gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan
apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento
exacto en que había sucedido.
Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos
estaban secos, quizá porque ya no le quedaran lágrimas en
ellos o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía
continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a
reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya
había pasado primero por Cumbres Borrascosas para recibir
instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y por ello
se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se
había vuelto a preocupar de nada desde que llegara su hija.
El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas.
Despidió a todos los criados, excepto a mí, y hasta hubiese
dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón
familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al testamento.
Éste, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir estrictamente
sus disposiciones.
El sepelio se apresuró todo lo posible. A Catalina, que era ya la
señora Heathcliff, le consintieron estar en la Granja hasta que
sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor
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