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—Es un secreto, y no te lo diré –respondió. —No lo saben ni
siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de hablar contigo.
Márchate.
Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.
Yo pensé que lo mejor era ir a la Granja sin ver a Heathcliff y en
ella buscar auxilio para la señorita. El asombro de la
servidumbre al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al
advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se
precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a
todos. Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba,
resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía más que
treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme
entrar pronunció el nombre de Cati. Me incliné hacia él y le dije:
—Luego vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá
esta noche.
Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se
incorporó en el lecho, miró en torno suyo y se desmayó. Pero se
recobró enseguida, y entonces le conté lo ocurrido, asegurando
que Heathcliff me había obligado a entrar, lo que, en rigor, no
era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no
detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor
mayor amargura. Él comprendió que uno de los objetivos que
se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus
propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a adivinar el
porqué no había querido esperar hasta su muerte, ya que el
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