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—¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame dónde está o verá
usted lo que es bueno.
—Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes
subir — contestó Linton. —Él me ha dicho que no tengo por qué
andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer, y es
vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura
que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero
no lo tendrá ni se irá a su casa, por mucho que llore y patalee.
Siguió en su ocupación, entornando los ojos.
—Señorito —le dije, —¿ha olvidado lo bien que ella se portó con
usted el invierno pasado, cuando usted le aseguraba que la
quería y ella venía diariamente, lloviese o nevase, para traerle
libros y cantarle canciones? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba
de venir lloraba pensando en que se entristecería usted, y que
entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted.
Ahora, en cambio, finge creer en las mentiras que le dice su
padre y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les
engaña a los dos... ¡Bonito modo de demostrar gratitud!
Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.
—¿Es que venía a Cumbres Borrascosas precisamente porque le
odiaba a usted? —proseguí. —¡Usted mismo lo diría! ¡Y de su
dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted un poco o mucho! ¡Y
la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que
tanto se lamentaba de su ausencia! Cuando se quejaba de sus
penas, ella se compadecía, y ahora usted no se apiada de ella.
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