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C A P Í T U L O XXVIII





                  La mañana —mejor dicho, la tarde— del quinto día sentí


                  aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah

                  penetró en el aposento, ataviada con su chal encarnado y con

                  su sombrero de seda negra y llevando una cestilla colgada al

                  brazo.



                  —¡Oh, querida señora Dean! —exclamó al verme. —¿No sabe

                  usted que en Gimmerton se asegura que se había usted

                  ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo


                  creí hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las

                  había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué les pasó?

                  Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿Las

                  salvó el amo, señora Dean? En fin: lo importante es que no ha


                  padecido usted mucho, por lo que veo.


                  —Su amo es un canalla —contesté—, y esto le costará caro. El

                  haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá


                  todo!


                  —¿Qué quiere usted decir? —exclamó Zillah. —En todo el pueblo

                  no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton:


                  «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito!

                  ¡Qué cosas pasan!» Hareton me miró asombrado, y entonces le

                  conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba

                  oyéndonos, y me dijo:










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