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»“Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se salvaron. Elena Dean

                  está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede

                  ir; toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y


                  hubiera vuelto a su casa delirando. En fin: la hice venir, y ya

                  está bien. Dile que si quiere que se vaya corriendo a la Granja y

                  avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al

                  funeral del señor.”



                  —¡Oh, Zillah! —exclamé. — ¿Acaso ha muerto el señor Linton?


                  —Cálmese, amiga mía; todavía, no. Siéntese, aún no está usted

                  bien. He encontrado al doctor Kennett en el camino y me ha


                  dicho que el enfermo quizá resista un día más.


                  Pero en vez de sentarme me precipité fuera. En el salón busqué

                  a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las

                  ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie.


                  No sabía adónde dirigirme, y vacilaba sobre lo que debía hacer,

                  cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención.

                  Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, chupando un terrón


                  de azúcar y mirándome con indolencia.


                  —¿Y la señorita Catalina? —pregunté, creyendo que, al

                  encontrarlo solo, le haría confesar por temor.



                  Pero él siguió chupando como un tonto.


                  —¿Se ha marchado? —pregunté.


                  —No —me contestó. —Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.











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